lunes, octubre 31, 2011

Sobre el Nomos del siglo XXI: sofismas, contradicciones y vacíos de la democracia. (1/3)


Un primer acercamiento.

Una de las características de la política actual en cualquiera de sus dimensiones es la confusión, poca claridad y vacío –no en pocos casos- de los conceptos que la fundamentan y articulan. Democracia, seguridad, tolerancia, autodeterminación, totalitarismo, derechos humanos, son algunos de los términos que dominan la política contemporánea desde hace ya casi un siglo a partir de la creación de un nuevo marco jurídico internacional; un nuevo Nomos diseñado para la consolidación del Primer Siglo Americano, avizorado por Henry Luce en un ya claro momento hegemónico.


Con la creación de nuevas condiciones jurídicas que modificaban las relaciones internacionales y la lucha misma por el poder entre las naciones, conceptos como soberanía así como mecanismos legales y jurídicos de relación entre Estados –la guerra- son suplantados por otros con una profunda carga pragmática y moral, que  entran en contradicción –convenientemente y a discreción del Gran Juez- con otros elementos del Orden y el Derecho internacionales. Tal es el caso de la autodeterminación de los pueblos y la Enmienda Platt o la Doctrina Monroe; ambos mecanismos reconocidos por la Sociedad de Naciones como un instrumento legítimo de resolución de conflictos regionales sobre la propia Sociedad. Esto, además de promover conceptos contradictorios como la democracia liberal, sentó las bases para la hegemonía estadounidense en el siglo XX y un nuevo Nomos.

Las condiciones políticas de la Guerra fría hicieron que la promoción de la democracia estuviera por debajo de consideraciones geoestratégicas y/o de seguridad de los Estados Unidos, lo que no evitó acudir a ella en algunas ocasiones como parte del propio discurso político y geopolítico norteamericano. El apoyo a regímenes autoritarios o movimientos contrarrevolucionarios era una opción válida –y ampliamente utilizada- siempre y cuando evitaran o derrocaran gobiernos que representaran una amenaza a los intereses norteamericanos. Esto allende su ideología, que en ocasiones era conveniente y repentinamente socialista tras amenazar o afectar intereses estadounidenses. Tal fue el caso de Mosaddegh (Irán ‘53) o Arbenz (Guatemala ‘54).

Con el fin del mundo bipolar Washington ha impulsado con mayor facilidad la promoción de la democracia, obedeciendo siempre a criterios no civilizatorios sino geopolíticos, aunque sustentando el discurso en aquellos. Esto genera una clara incongruencia en la política exterior norteamericana, pero claramente justificable desde una lectura pragmática autorreferencial.

La expansión de la democracia –ya sea en términos concretos o aspiracionales- trajo consigo una mayor laxitud de un concepto ya muy difuso y manipulado, cuando no francamente contradictorio. Una implantación, adopción o adaptación de la democracia (liberal) entendida en buena medida a partir del Mercado, resultó en una agudización de contradicciones y vacío de significado. Con ello, unos de los conceptos de mayor peso en la política internacional y fundamento –sofisma, diría yo- del pensamiento hegemónico y político en general –i. e. la democracia- carece de un significado compartido y es fuente de su propio simulacro, así como instrumento de la hegemonía estadounidense desde el colapso del orden jurídico europeo.

Enmarco el debilitamiento del concepto democracia dentro de un Nomos de la política internacional –concepto que se explicará con detenimiento en el primer apartado- creado por los Estados Unidos a fin de facilitar, legalizar y legitimar su proyecto hegemónico iniciado –como señala Carl Schmitt- con la Doctrina Monroe. El Nomos determina el Orden internacional, el marco normativo, pero él mismo permite y da lugar a una suerte de Soberano schmittiano de facto que, a pesar de no contar con el apoyo de la Comunidad internacional ni en nombre de ella o su bienestar, da contenido con su decisión a los conceptos jurídico-políticos que conforman el Nomos.

Toda vez que la expansión de la democracia (liberal) es inversamente proporcional al debilitamiento del concepto mismo en tanto tal, la segunda parte del escrito aborda el momento de su promoción global selectiva. Llevar la democracia allende sus fronteras (pero no indiscriminadamente ni sin matices e interpretaciones) ha sido uno de los fundamentos de la política exterior estadounidense. Sin embargo el criterio para dónde y cómo promoverla obedece a consideraciones geoestratégicas, no civilizatorias, morales o éticas. Por otra parte, el país que es iluminado no comparte valores necesarios para la construcción y articulación democrática, al menos no del tipo de democracia que se quiere imponer, en consecuencia tiene que adaptarse el modelo democrático –en el mejor de los casos- a las particularidades socioculturales o –en el peor- se establecen mecanismos de gobierno/dominio para lograr cierto grado de estabilidad institucional, quedando la democratización en espera. Esto por supuesto establece la falta de coherencia entre discurso y curso, entre teoría y praxis, pero también genera laxitud en el propio concepto; en consecuencia pierde el concepto pierde contenido al significar ideas y realidades diferentes.

Finalmente y coincidiendo con la crítica que en torno a la democracia liberal y sus contradicciones realizan autores como Chantal Mouffe, Nancy Fraser, Eduardo Grüner y Slavoj Zizek, señalaré ejemplos de estas así como su efecto en la pérdida de sustancia en el concepto. La democracia es, probablemente, el concepto político con mayor peso moral, pero también el más confuso, poco claro y manipulado. Por esta razón es que ubicar su papel dentro del discurso hegemónico, cada vez más como herramienta de este y menos como una expresión de participación y compromiso social, es una tarea urgente en el pensamiento político.

Las ideas que nos gobiernan y las ideas de quienes nos gobiernan: el Nomos.

“Los fuertes toman lo que quiereny los débiles sufren lo que deben.”

Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso
Como han señalado autores como Martin Wight, Willhelm Grewe, Hedley Bull o Robert Keohane –no sin matices- los Estados hegemónicos han dado forma al orden jurídico internacional; han definido conceptos jurídicos y les han dado valor universal. España, Francia e Inglaterra lo hicieron exitosamente en siglos precedentes, pero el siglo XX sufrió un cambio más profundo, uno que difícilmente se verá modificado al menos en sus principios. La política exterior de los Estados Unidos logró reconfigurar –por decir lo menos- aspectos esenciales de la política internacional, garantizando y legitimando su proyecto hegemónico. Este, en consecuencia, no fue un cambio en el Orden internacional, sino en las ideas y valores mismos que lo determinan; una transformación del Nomos.

El concepto de Nomos fue rescatado por el jurista y politólogo alemán Carl Schmitt, quien en su Nomos der Erde de 1950 hace una aguda revisión histórica del orden jurídico europeo con base en un Nomos determinado, es decir, de conceptos que daban validez a aquellos jurídicos que regulaban la política internacional. Schmitt señala que los Estados Unidos conforman un nuevo Nomos a partir de sustitución de aquel de origen europeo, comenzando en la Doctrina Monroe y concluyendo en los juicios de Nuremberg, pasando por la primera posguerra y los fallidos intentos del Protocolo de Ginebra y la Sociedad Naciones. En esta misma línea schmittiana, yo agregaría la consolidación del Nomos de la política internacional a partir del fin del orden bipolar (de facto) y la transformación política y económica de la URSS, a través de Glasnost y Perestroika. Señalo esto porque es el momento en que el Nomos se transforma en global, en un Nomos total y totalitario sin premisas antitéticas que lo cuestionen. Paradójicamente razón misma de su cuestionamiento.

“El Nomos”, comienza Schmitt el cuarto apartado de la obra mencionada, “es la palabra griega que indica la primera medida de todas las medidas subsecuentes, así como la primera partición, clasificación y apropiación del espacio, la primera división y distribución”[1]. Es decir, los conceptos que sostienen las afirmaciones, ideas, políticas y marcos referenciales –políticos, jurídicos o morales- así como normatividades e incluso aspiraciones legítimas. Partiendo de esto, Schmitt profundiza en la explicación, articulación y conceptualización de su Nomos, al rastrear su acepción como ley, como ordenador y como fundamento del proceso distributivo y organizador del espacio. De tal forma puede decirse que el Nomos –en las relaciones internacionales- es el marco normativo e ideológico que delimita y da forma –guía el sentido- de las relaciones entre los Estados y al interior de ellos en realidad.

Según el análisis schmittiano, el reordenamiento jurídico-político de la primera posguerra resultó en el colapso del dominio internacional europeo y el ascenso de un nuevo Nomos, dirigido por el imperialismo económico anglosajón –i. e. Inglaterra y Estados Unidos- mediante la juridificación de las relaciones internacionales[2]. El objetivo de esto, señala el jurista de Plettenberg, sería la legitimación del problemático status quo resultante del Tratado de Versalles y la creación de un Nomos, un orden internacional favorable a la expansión imperial estadounidense y británica.

Como resultado de este nuevo orden, conceptos como soberanía, libertad, independencia y autodeterminación perdieron significado práctico, ya que se volvió permisible –legal y moralmente- la intervención política, militar o económica cuando intereses de alguna potencia estuvieran amenazados; sustentando su decisión en la seguridad o el orden internacionales o regionales y no en (e. g.) derechos humanos o inclusive la promoción de la democracia. Argumentos que si bien visten las intervenciones con ropajes de legitimidad, no han justificado per se operación alguna. A pesar del compromiso con su promoción a fin alcanzar la paz mundial y mayor estabilidad para los negocios como lo expresaran en su momento Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt o George H. W. Bush.

La transformación del Orden internacional y del Nomos sería dramática para Schmitt ya que por un lado moralizaba la guerra al clasificarla como justa e injusta, lo que se traducía en distinguir a los actores en justicieros y criminales, haciendo de la guerra un acto mucho más agresivo. Situación que se agravaría, como el mismo autor señala, cuando se utilizan conceptos como humanidad o Bien a fin de legitimar una acción militar (imperial) pues establece implícitamente la necesidad de exterminar al enemigo. La guerra es, recuerda Schmitt, junto con la diplomacia una vía legítima de relación entre Estados soberanos, por lo que al criminalizar el acto uno de ellos –el agresor- pierde su status soberano, pierden la condición de equidad legal y moralmente. ¿Qué obligación se tiene ante un criminal? Se pregunta retóricamente el jurista alemán.

“La guerra entre Estados que se reconocen mutuamente como soberanos y que practican –y ejercen- el jus belli con respecto al otro”, defiende Schmitt este derecho fundamental del Estado en el jus publicum europaeum, “no puede ser un crimen, al menos no, en el sentido criminal de la palabra”. Y advierte, “mientras esté en efecto el concepto del justus hostis, la guerra entre Estados no puede ser criminalizada y el término de crímenes de guerra no puede significar que la guerra como tal sea un crimen”[3].

El cambio en la concepción de la guerra fue un aspecto central en la creación del nuevo Nomos pues no sólo distinguía a los Estados en criminales y justicieros –diferenciándolos así moralmente- sino que relacionaba con dicha distinción conceptos como democracia, libertad y paz, convirtiéndose así también en valores de la política internacional. De este modo cabría cuestionarse qué papel juega o qué margen tiene la autodeterminación de los Pueblos –en realidad gobiernos- y la soberanía, si sólo hay ciertas opciones permitidas o aceptadas.

Durante la Guerra fría había la posibilidad de disentir hasta cierto punto de las ideas del Nomos, pero en la posguerra fría dicha opción era mucho más limitada. La democracia liberal, corazón del soft power estadounidense (prestigio, diría Reinhold Niebuhr), era la única opción para alcanzar la libertad, la paz y el progreso. Así lo expresó Mijkhail Gorbachov ante las Naciones Unidas: “la libertad de elección”, valor fundacional de la democracia de Mercado estadounidense, “debe ser universalmente reconocida y obligatoria, lo que implica la renuncia a todo intento por imponer una forma propia de democracia y el reconocimiento de una unidad en la diversidad para lograr la paz mundial”[4]. Eso refleja el Nomos demoliberal totalitario, defendido por su otrora Némesis.

En sus veinte páginas destinadas al análisis inicial del nuevo Nomos y la cuestión de la guerra, Schmitt señala que lo importante no es sólo la nueva concepción de la guerra, sino quién decide en última instancia sobre el status justo o no de la agresión. ¿Cuáles son los hechos del crimen? ¿Quién es el criminal? ¿Quién reclama el hecho? ¿Quién es el demandante? ¿Quién es el defendido? ¿Qué o quiénes componen la Corte? ¿En nombre de quién o de qué se presta juramento? Y sobre todo ¿quién es el Juez?[5] Así expresa Carl Schmitt su preocupación por lo más relevante en derecho y en política, quién decide en última instancia y no sólo qué establece la norma, pues lo que le da contenido a la ley es su aplicación y no la redacción de la misma.

Acera de la importancia de quién decide, quién da contenido y sentido a los conceptos jurídicos que dan cause a la conflictividad política, Schmitt hace referencia al nuevo tipo de imperialismo emergente desde la primera posguerra, al establecer que “un significado histórico de imperialismo no es sólo o esencialmente panoplia militar y marítima; no es sólo prosperidad económica y financiera, sino también la habilidad de determinar por sí solo el contenido de conceptos legales y políticos…Una nación es conquistada principalmente cuando adopta un vocabulario extranjero, un concepto ajeno del derecho, especialmente el derecho internacional[6]. Este nuevo imperialismo, entonces, buscaba la legalidad y legitimidad internacionales a fin de maniobrar con mayor facilidad y defender sus intereses con el respaldo o permisividad del derecho y la comunidad internacional, pues en el juez no sólo descansa la certeza legal sino la moral.

Cabe mencionar que ya en la posguerra fría la clase política estadounidense acepta y adopta el concepto imperial para definir su política exterior –tal y como señala Philip Golub en Imperial politics, imperial will and the crisis of US hegemony- pero para desmarcarse de la etiqueta de Imperio, establecen una clara distinción entre Imperio y políticas imperiales. El primero es aquel que controla territorios manteniendo presencia militar y designando gobernadores a fin de mantener la explotación; las segundas, son las que únicamente crean un orden legal conveniente y utilizan la fuerza sólo cuando es necesario. En consecuencia y a fin de limitar –o concentrar- la utilización de sus fuerzas armadas, Washington da impulso a la promoción de la democracia liberal y el combate a gobiernos que entorpecieran tanto el proyecto hegemónico como los intereses corporativos; si es que cabe hacer tal distinción.

La expansión del Nomos demoliberal a escala global gracias al colapso del Bloque socialista e ideología que –no sin profundas contradicciones- representaba, resultó en un totalitarismo que a pocos años del optimismo internacionalista neoliberal anunciado por Fukuyama –que de alguna forma hace recordar la trilogía crolyana de gobierno/nación/empresarios, pero a escala global- el neodemoliberalismo total de Gorbachev o de la New Athenian Age of Democracy de Al Gore, ya daba a conocer las tinieblas en las que descansaban los Children of the Light, apólogos y promotores de una contradictoria, pragmática y vacía democracia.

Mucho se cuestionó y hasta se ridiculizó El fin de la historia anunciado por Francis Fukuyama en The National Interest apenas en los albores de la posguerra fría (1989); sin embargo, el triunfo de la democracia liberal sobre el socialismo otorgó a aquella un papel central –eje, acaso- en el orden internacional y en el Nomos que daba lugar a una nueva etapa de la hegemonía estadounidense. En el Nuevo Orden Mundial la democracia liberal era el único modelo viable para revertir las insatisfacciones políticas, sociales y hasta económicas, lo que sería aprovechado por estadistas y académicos del Mundo libre. Poco importaba en ese momento una definición compartida del modelo democrático en expansión, de los valores que nos representaban, de las condiciones políticas, sociales y económicas que configurarían la política internacional del siglo XXI; lo que es comprensible dada la borrachera pacifista y universalista que envolvía el fin de la amenaza nuclear –paz que jamás llegó.
Esta nueva arquitectura de la política internacional construida desde sus cimientos, resultaría en lo que llaman Michael Hardt y Antonio Negri la nueva forma imperial. Un Imperio sin centro, desterritorializado, con identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales; de fronteras abiertas y en expansión (frontier); un gobierno del mundo civilizado; un imperio de la continuidad perenne posmoderna; un imperio que no sólo llega a la recámara, sino que pretende regular las interacciones humanas y la naturaleza humana misma; un imperio del biopoder, un imperio total a través del Mercado y la libertad dirigida, simulada[7].


[1] Carl Schmitt, Nomos of the Earth, in the internacional Law of the Jus Publicum Europaeum, Telos, New York, 2003, p. 67.
[2] Aunque Schmitt centra su análisis en la influencia estadounidense en el reordenamiento de la primera posguerra, rastrea la influencia de los EEUU en el nomos de la tierra en dos momentos anteriores: la enunciación de la Doctrina Monroe y la Conferencia del Congo en Berlín. Con referencia al primero, resalta que EEUU se erige como el hegemón continental creando –soberanamente- un orden jurídico-político unilateralmente. Dejando a su discreción, clasificación y consecuente decisión, las relaciones entre Estados europeos y americanos. En cuanto al segundo, Schmitt subraya el impacto al orden jurídico internacional –europeo- al reconocer a la Sociedad Internacional del Congo, que no era un Estado. En el Acta del Congo –documento resultante del Congreso del Congo- se establecían las condiciones para apropiarse de territorio africano, no perteneciente a algún Estado (europeo), así como obligaciones que acompañaban la ocupación. Ambos acontecimientos, ponían en entredicho el dominio factual de Europa en las relaciones internacionales. Carl Schmitt, ibidem, pp. 217-219.
[3] Carl Schmitt, Nomos of the Earth, pp. 260-261.
[4] Citado por Mónica González, La Guerra fría y el Nuevo Orden Mundial: conflictos, seguridad y paz internacional (tesis doctoral FCPyS, UNAM), México 2000, p, 568.
[5] Carl Schmitt, Nomos of the Earth, p. 260.
[6] Carl Schmitt, Positionen und Begriffe, citado por Gary. L. Ulmen, en la introducción de Nomos of the Earth, pp. 18-19; y en Carl Schmitt, El imperialismo moderno y el derecho internacional público (1932), en Carl Schmitt, teólogo de la política, compilado por Héctor Orestes Aguilar, FCE, México 2001, pp. 112-113.
[7] Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Buenos Aires 2002, pp. 15-17.


viernes, octubre 28, 2011

Breve vistazo al estado actual de la Reforma Política en México


La Reforma Política se ha estacionado en la Cámara de Diputados y parece estar de nuevo secuestrada entre posiciones no sólo intransigentes sino poco inteligentes. La Gaceta Parlamentaria de este jueves 27 de octubre nos permite observar con detalle el tipo de incongruencias y de simplismos que rodean el debate.

Los diputados del PAN siguen expresando su descontento porque su propuesta no fue tomada en cuenta en comisiones. Pero el problema de fondo es que sus propuestas siguen pareciendo una línea tirada desde el ejecutivo federal. Por ejemplo, los diputados Javier Corral Jurado, Gustavo González Hernández, María Antonieta Pérez Reyes y Gregorio Hurtado Leija del grupo parlamentario del PAN insisten, en su voto particular, sobre el tema de la reelección. Dicha insistencia es en realidad una expresión de apoyo a la propuesta presentada por Felipe Calderón; de hecho dicen coincidir plenamente con los argumentos que aquella proporciona: “ante la existencia de una plena competencia electoral y un sistema de partidos plural, la prohibición en materia de reelección consecutiva para legisladores y funcionarios municipales carece de sentido por al menos tres motivos: a) entraña costos muy importantes para la calidad del gobierno así como para la relación entre ciudadanos y representantes electos; b) limita sensiblemente la posibilidad de legisladores y autoridades municipales de acumular conocimiento y experiencia en provecho de sus representados; y c) priva a los ciudadanos de la capacidad para aprobar o desaprobar la gestión de sus representantes en función de su desempeño.” Recordemos que el argumento ya estaba sobre la mesa desde que, el año pasado cuando Alonso Lujambio dijo que la democracia mexicana era tonta porque "desperdicia el talento de sus políticos."

El segundo problema es que los argumentos de los diputados son simplones y superficiales. Para sustentar su apoyo a la propuesta de reelección, citan a “estudiosos del tema” como Manuel González Oropeza, Francisco Berlín Valenzuela, Benito Nacif y Cesar Jáuregui Robles. Ninguno de los argumentos presentados da cuenta del desarrollo y descomposición históricos del poder legislativo en México. Es precisamente este tipo de superficialidad que permite a muchos argumentar que “no entienden” cómo se atreven los diputados que han sido legisladores en varias ocasiones –por medios plurinominales– a votar en contra de la reelección. Obvio que no lo entienden porque su fundamentalismo reeleccionista no les permite ver que la representación proporcional en México se ha convertido en otro gran músculo de la partidocracia. Sigue siendo mucho más fácil expresarse llanamente a favor o en contra de la reelección sin atender al verdadero problema de fondo que es el agotamiento de los proyectos de plurinominalidad en ambas cámaras.

Los legisladores panistas incluso se atreven a escribir: “En el ámbito internacional, es por todos conocido que solamente México y Costa Rica no permiten la reelección legislativa consecutiva. Esto es otro claro ejemplo del falso debate provocado por quienes aseguran que nuestra sociedad no se encuentra preparada para reelegir a sus representantes.” Habría que aclararle a los legisladores que México y Costa Rica son los únicos países que no permiten la reelección legislativa consecutiva en Latinoamérica y el Caribe, no “en el ámbito internacional.” Y aún más, que su ignorancia es mayúscula cuando no saben que de las dos democracias históricas en la región (Costa Rica y Chile), la de Costa Rica ha sido la más estable. Esto quiere decir que ilusoriamente poner a México y a Costa Rica en términos políticos no es un vicio sino una virtud. ¡Si a alguna democracia deberíamos querer parecernos es a la más estable de la región!

Afortunadamente también hay buenas noticias. En especial, el voto particular del diputado por el PT, Jaime Fernando Cárdenas Gracia, presenta una lista de elementos que a su parecer faltan en la reforma política, veinte críticas al dictamen y dieciséis propuestas. Más allá de estar de acuerdo o no con todos los elementos que según el diputado hacen falta a la reforma, es refrescante leer a alguien que dice que la reforma política no tiene un efecto democratizador si no antes se modifican otros elementos profundamente viciosos arraigados en el sistema político mexicano. Entre sus críticas al dictamen, el legislador menciona que “la facultad de iniciar consultas populares debe estar exclusivamente en manos de los ciudadanos y no del ejecutivo o de los legisladores,” lo cual tiene todo sentido y espíritu democratizador. El diputado también es explícito al escribir que “prever la reelección de legisladores sin establecer la revocación del mandato, sin que el constituyente permanente ordene la reforma en materia de medios para determinar que ninguno de ellos puede tener bajo su control más del 20 por ciento del espectro radioeléctrico, sin derogar el financiamiento privado y, sin una ley que regule la democracia interna de los partidos; la reelección puede conducir en las actuales condiciones, a la oligarquización de la política nacional.” Esto es un eco de las voces que alertamos sobre la instauración de la reelección sin la modificación mínima de algunos elementos del sistema político mexicano. También el diputado hace eco a quienes hemos insistido que las cláusulas de gobernabilidad son antidemocráticas: “Son antidemocráticas, porque no responden al principio de que a X número de votos corresponde Y número de escaños- las fórmulas de sobre representación –tanto del 30 por ciento vigente como del 40 por ciento propuesto- para integrar la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. No se debiera en consecuencia mantener ninguna cláusula de sobrerrepresentación, sobre todo, cuando es tan elevada.”

Desafortunadamente, la opinión y el enfoque que ofrece el diputado Jaime Fernando Cárdenas Gracia sigue siendo muy minoritario. La reforma política que se presentaba como una buena oportunidad para repensar algunas piezas clave de nuestro sistema político parece ser ahora carne de carroña legislativa.

lunes, octubre 24, 2011

Consideraciones sobre la Reforma Política

Amando Basurto Salazar y Miguel Angel Valenzuela Shelley


Alcances y límites de temas controversiales



A finales del mes de abril, el Senado de la República sorprendió con la aprobación de un decreto para reformar la Constitución que incluía algunas de las propuestas que el Presidente Felipe Calderón presentó en diciembre de 2009. Que la aprobación del decreto se haya realizado tarde en la sesión ordinaria del Congreso, puso presión extra no sólo sobre la Cámara de Diputados sino también sobre la opinión pública que deseaba tener algo que decir acerca del contenido de la reforma. Desafortunadamente, este contexto de prisa por aprobar la reforma –a manera de que sea aplicable a las elecciones del año 2012– generó la percepción de que no aprobar la reforma tal y como había pasado en el Senado significaba perder la oportunidad de dotar a la ciudadanía de herramientas más eficaces para influir sobre los espacios de toma de decisión política en México; la reforma, entonces, se volvió un juego de suma-cero.
Desafortunadamente, ante este panorama, las opiniones a favor y en contra de la reforma se han hecho escuchar con características desfavorables para el debate: por un lado, se nos han presentado consideraciones que abordan los temas sólo de manera superficial, casi en forma de publicidad; por el otro lado, hemos podido leer análisis que, en su academicismo, se pierden en teorías y modelos que no son aplicables a la realidad política de México y consideran muy poco, o nada, el desarrollo histórico institucional. El objetivo del presente documento es, precisamente, aportar una visión de los temas más controversiales de la reforma que puntualice y explique los pros y los contras del decreto aprobado por el Senado sin caer en los extremos antes mencionados, utilizando un formato y lenguaje sencillo. Tratando, en principio, de dejar atrás la posición de todo o nada que ha secuestrado el debate.
Cabe aclarar que hay dos temas que no se tratan en el presente documento: el derecho de iniciativa ciudadana y la consulta popular incluidos en el decreto de reforma al artículo 35 constitucional. La razón de su ausencia es simple, nos parece que ambas herramientas son primordiales y tienen un verdadero espíritu democratizador. De hecho, siendo estrictos, la aprobación de estas dos herramientas permitiría que el resto de los temas de la reforma política fuesen propuestos y votados desde la sociedad civil y no simplemente modificadas por iniciativa del Senado. Este documento, por lo tanto, se concentra en tres temas: las candidaturas ciudadanas, la reelección de legisladores y la cláusula de gobernabilidad para el Distrito Federal. Una presentación simple y argumentos claros nos permiten explicar cuáles son los beneficios de una reforma política de este tipo y cuáles sus limitaciones. En ningún caso se trata de un documento en contra de la reforma política; se trata, de un documento a favor de que la reforma no conlleve los vacíos político-legales con los que el Senado la aprobó.

Candidaturas Ciudadanas
En la modificación al artículo 35 de la Constitución –en el cual se enuncian los derechos del ciudadano– el Senado propuso incluir el derecho de "solicitar el registro de candidatos ante la autoridad electoral correspondiente… a los ciudadanos  que de manera independiente cumplan con los requisitos, condiciones y términos que determine la legislación." Esta modificación abre las puertas a las candidaturas ciudadanas independientes con la intención de retirar el monopolio electoral a los partidos políticos. En principio, es difícil negar las ventajas de poder elegir representantes que no estén atados a las estructuras corporativistas de los partidos políticos. El resultado lógico sería, por un lado, una disminución del control que los partidos ejercen sobre la política en general y, por el otro, un incremento en los incentivos electorales para que los partidos relacionen más estrechamente sus plataformas y su actuar político a los intereses de los ciudadanos que dicen representar.
Sin embargo, la lógica simple no aplica en el caso de la reforma política en México. La principales razones que parecen hacer inviables las candidaturas "ciudadanas" son: el financiamiento y la falta de transparencia, así como la difícil fiscalización de recursos y gastos de campaña. A diferencia de otros países, las candidaturas independientes representan un problema gigantesco para el financiamiento y fiscalización de las campañas políticas en México. Si el financiamiento se mantiene restringido y fundamentalmente público entonces sería necesario que el erario público pagase las campañas tanto de los partidos políticos como de todos aquellos individuos que cumplan con los requisitos y se registren como candidatos. También sería necesario dotar al Instituto Federal Electoral de un instrumental enorme para la fiscalización de los recursos tanto de partidos como de cada uno de los individuos registrados. Esto sería una carga enorme al erario que de por sí ya raya en lo ridículo: en México los partidos políticos recibieron, del erario público, más de $2,600 millones de pesos en 2008 y casi $3,000 millones de pesos en 2010. A este gasto se le sumaría el de cada individuo que se registrase de una manera proporcional al costo de la campaña por el puesto que se tratase.
Hay quien argumenta que con las candidaturas independientes también habría que admitir el financiamiento privado de las campañas. Este último caso no sólo triangularía gobierno–partidos políticos–ciudadanos, sino que sumaría una arista dejando la ecuación: gobierno–partidos políticos–ciudadanos con suficiente dinero para pagar una campaña–resto de los ciudadanos. La plutocracia mexicana no necesita de candidatos independientes con fuentes de financiamiento privado, pero sí puede hacer uso de su existencia para influir directamente en la agenda política y legislativa del país a partir de financiar a ciertos candidatos. Y aunque el elemento plutocrático pudiese ser excluido –lo cual es casi imposible– aún restaría el grave problema de la distancia entre los ciudadanos que se pueden financiar (o conseguir financiamiento) para su campaña y los que no; evidentemente la mayoría de los ciudadanos queda descalificado de esta manera para ser candidato "independiente". Entre los “lineamientos fundamentales para la reglamentación en la ley secundaria de las «candidaturas independientes»”, que incluyó en su dictamen la comisión permanente del Senado, indica que las candidaturas independientes no deben ser “una vía para la promoción de intereses personales o de poderes fácticos que atenten contra la democracia y el propio sistema electoral y de partidos políticos.” Evidentemente los “lineamientos” no dan ni una sola pista de cómo asegurar que esto no suceda.
En la historia reciente en México, el caso ejemplar por excelencia es el de los "Amigos de Fox" que, como asociación cívica, no estaba regulada por la legislación electoral y estaba protegida en su flujo de recursos por el secreto bancario. Esto significó, como lo indicó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, un sistema paralelo de financiamiento que incurrió en irregularidades e ilegalidades que al final fueron protegidas por el derecho de secreto bancario que cobija a todos aquellos ciudadanos que aportaron recursos en México y en el extranjero. La regulación de estas asociaciones cívicas y sistemas paralelos de financiamiento es muy difícil como lo demuestra la incapacidad de controlar los llamados PACs (Political Action Comitees) en los Estados Unidos de América. Estos grupos o asociaciones civiles, que pueden recaudar fondos y contribuir a campañas políticas sin poder ser regulados por la Comisión Federal Electoral, gastaron en las elecciones nacionales de 2008 alrededor de 3 mil millones de dólares. Habría que evitar a toda costa que esto sucediese en México.
Para que una reforma constitucional abra el camino a candidaturas independientes debe de haber un debate amplio (no sólo en el Congreso) sobre cuáles son los alcances, límites y riesgos de este tipo de candidaturas en México. Este debate no sólo resultaría en acuerdos sobre cómo financiar y fiscalizar a los candidatos independientes, sino también en una fuente de presión para la total transparencia en el uso de los recursos de los partidos políticos. Por esto, tanto la opción de financiamiento público como la del financiamiento privado de las campañas parecen ser inviables hoy en día si primero: 1) no se modifica y reducen los montos de financiamiento a los partidos políticos haciendo posible el financiamiento a campañas independientes y; 2) no se consigue transparentar completamente las finanzas de los partidos políticos y hacer del IFE un eficaz fiscalizador.

Sobre la reelección de legisladores federales 

La modificación al artículo 59 constitucional propuesta por el Senado de la República establece la posibilidad de reelección de senadores y de diputados. De ser aprobada en la Cámara de Diputados, los miembros del Senado podrían ser reelectos por un período más (es decir un máximo de 12 años) y los miembros de la cámara de diputados por dos períodos más (un máximo de 9 años). El supuesto –enunciado puntualmente en el dictamen del Senado– es que la reelección le daría una oportunidad a los ciudadanos de premiar o castigar con su voto a los legisladores conforme éstos cumplan con su trabajo y además, se argumenta, haría posible –aunque no aseguraría– la profesionalización de la labor legislativa permitiendo que los legisladores acumulen y exploten su experiencia legislativa. Estas ventajas de la reelección podrían ser ciertas, pero resulta inocente –por decir lo menos– creer que su constitucionalización en México tendrá estos efectos si la reforma política deja intactos otros elementos que históricamente han marcado al poder legislativo mexicano. Estos temas son: un desarticulado bicameralismo, una plurinominalidad que no asegura pluralidad representativa y un sistema viciado e innecesario de suplencia legislativa.
Es cierto que la no-reelección es un mito –pero no resultado de una mentira como algunos argumentan– en la historia política mexicana. Desde la segunda mitad del siglo XIX, la reelección ha sido un tema de disputa que enfrentó a los conservadores-centralistas con los liberales-republicanos. Estos últimos tenían muy en claro que la liberalización y la democratización de México era imposible con reelecciones que justificaban la permanencia ilegítima en el poder. Los intentos de erradicar la reelección siempre se concentraron en los cargos ejecutivos (Presidente, Vicepresidente y Gobernadores) pero no así en los legislativos. Del Plan de la Noria a la Constitución de 1917 (pasando por el Plan de San Luis) contemplaban la no-reelección como principio básico de libertad e igualdad, pero no restringían la reelección de legisladores ni alcaldes. No es sino hasta abril de 1933 que, con la intención de tener mayor control sobre el nombramiento de los candidatos desde el seno del Partido Nacional Revolucionario, la reelección consecutiva fue retirada en su totalidad de la Constitución. Por desgracia, modificar hoy el artículo 59 y permitir de nuevo la reelección legislativa no garantiza ningún grado de democratización en una partidocracia como en la que vive hoy México.
Comencemos por enunciar las tres razones por las que la reelección sigue pareciendo una mala idea en el sistema político mexicano. La primera es que aquellos legisladores que busquen la reelección serán candidatos de nuevo durante el último año del periodo anterior a su posible reelección. Esto sucede en prácticamente todo sistema político con reelección, de tal manera que los ciudadanos pagará por tener legisladores que dedicarán buena parte de su tiempo a sus campañas de reelección y esto no ayudaría a la eficiencia legislativa. La segunda razón es que las probabilidades de que un legislador que busca la reelección gane la contienda electoral son mayores a perderlas (por ejemplo, en los Estados Unidos de América la proporción de legisladores federales que consiguen ser reelectos es de alrededor del 90%). En el caso de México, el hecho de que un diputado o senador pueda hacer uso de su influencia como legislador federal a la vez de tener acceso a la maquinaria de los partidos políticos hará muy difícil ganarle. La tercera razón por lo que la reelección parece ser hoy una mala idea es la terrible opacidad de la que disfrutan las fracciones parlamentarias. ¿Cómo se pretende evaluar el trabajo de los legisladores si los resultados de las auditorías realizadas a las Cámaras se consideran “información reservada”? Transparencia es la primera condición para evaluar, y con base en ello premiar o castigar, a los legisladores; sin una reforma a la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, la reelección pierde todo su sentido de peritaje político.
A pesar de las razones anteriores, la reelección legislativa consecutiva tendría mucho más sentido si fuese acompañada por la modificación de aquellos elementos del poder legislativo que prácticamente cancelan la posibilidad de establecer una relación directa entre representante y representados. El primer tema a considerar es la descomposición histórica del Senado de la República.  El Senado es el órgano de representación que asegura condiciones igualdad legislativa a las entidades federativas. El objetivo de esta cámara alta, tal y como fue constitucionalmente diseñado por los estadounidenses, es el de contrapesar la representación directa de la ciudadanía con una representación unitaria por estado. Es decir, el hecho de que haya paridad representativa de los estados permite equilibrar la disparidad poblacional –lo que genera un sistema de contrapesos al interior del mismo poder legislativo. Este diseño constitucional que justifica un legislativo bicameral (porque una república liberal y democrática sólo necesita una cámara que represente a toda la nación y sus respectivos contrapesos en los poderes ejecutivo y judicial) es completamente erosionado por la plurinominalidad que en el Senado mexicano infla los números de curules de los tres principales partidos políticos.
La plurinominalidad en el Senado solamente tuvo sentido cuando el objetivo era terminar con la hegemonía del partido de estado. Hoy que la reelección se plantea como medida de control político ciudadano es necesario terminar con las asignaciones por primera minoría y representación proporcional, ya que en ambos casos se asignan curules a individuos sin legitimidad para representar a entidades federativas en forma de unidades políticas. Para ello es necesario modificar el artículo 56 constitucional para que la elección de los senadores no se realice con base en fórmulas sino individualmente, lo que posibilitaría que los senadores de un mismo estado pudiesen pertenecer a distintos partidos. Mantener la configuración actual del Senado no sólo duplica el principio de representación de la Cámara de Diputados sino que atenta contra la representación directa y unitaria de las entidades federales.
En el caso de la Cámara de Diputados, la representación no es por entidad federativa sino supone ser nacional, por distrito. Al igual que en el caso del Senado, la representación proporcional se instauró con el objetivo de desarticular el control político que ejercía el Partido Revolucionario Institucional; pero una vez que esto sucedió, la representación proporcional sólo ha generado que los grandes partidos políticos tengan un número de legisladores engrosado artificialmente. En la actual legislatura, el PRI tiene 184 diputados electos directamente y 53 por los que nadie voto; el PAN tiene 69 diputados electos y 73 asignados por el partido; y el PRD tiene 38 electos y 31 asignados. La representación proporcional entonces no sólo otorga demasiadas curules a los partidos grandes sino que además otorga posiciones legislativas a individuos que no representan a los ciudadanos, que no fueron directamente electos y que no responderán igual al incentivo de la reelección. ¿A quién rendirán cuentas? ¿Bajo qué supuesto se les piden cuentas?  Desafortunadamente un sistema de listas abiertas, para la elección de representantes por proporcionalidad, sólo disfraza el hecho de que las primera, segunda y tercera mayorías pueden de todos modos obtener más curules y asía actuar en sentido opuesto a la representación plural que ello supone; a fin de cuentas es sólo una repartición de curules con base en la correlación de fuerzas y su expresión electoral.
La ilusión bajo la que los mexicanos hemos vivido por treinta años es que la representación proporcional asegura una representación plural de los intereses de la ciudadanía y evita el colapso en un sistema bipartidista. Pero si hay algo claro hoy es que, en la Cámara de Diputados, las minorías y grupos vulnerables no están mejor representados (mujeres, jóvenes, comunidad LGTBQ, indígenas, etc.); peor aún, a pesar de un sistema de representación proporcional en ambas cámaras y de primera minoría en el Senado, hoy hay menos partidos políticos que hace 20 años. En México, la representación proporcional no es el elemento que permite la existencia de partidos de minoría; por ejemplo, 1) la representación proporcional del Partido Socialdemócrata en la LX Legislatura no aseguró su permanencia como partido político; y 2) el registro como partido político de Nueva Alianza no se pondría en riesgo sino tuviese diputados de representación proporcional en la LXI Legislatura (siendo Nueva Alianza el único partido en esta legislatura que tiene solamente curules de representación proporcional).
Por otra parte, la representación de las minorías –o de cualquier interés o grupo social- es mera formalidad toda vez que para defender dichos intereses se requieren grupos de legisladores numerosos o el apoyo de otras bancadas. Esta condición parlamentaria complica u obstruye importantemente un deseable ejercicio legislativo al margen de los intereses faccionarios. Lo que se incrementa exponencialmente con los legisladores ciudadanos. Fácilmente correrán la misma suerte que los Consejeros Ciudadanos en el DF, quines se vieron obligados a pertrecharse en un partido político dada la complicación resultante de la falta de estructura y financiamiento para operar eficientemente.
Por ello se propone, coincidiendo con varias iniciativas que se presentaron ante el Senado por diversos legisladores, la reducción del número de legisladores a 300 diputados y a 64 senadores, todo esto mediante la eliminación del sistema proporcional y de primera minoría. Esto no sólo evitará que, como ha sucedido, ciertos ciudadanos sean Senadores y Diputados más de una vez por lista, sino que haría de la reelección una herramienta política mucho más eficaz para los ciudadanos. Además cumpliría con el objetivo de la representación equitativa y la responsabilidad legislativa.
Finalmente está el problema de la suplencia en ambas cámaras. ¿Para qué necesitamos senadores y diputados suplentes?; esta pregunta ha permanecido en la obscuridad de la costumbre. Históricamente existen suplentes desde la Constitución de 1824 porque durante el siglo XIX era muy difícil asegurar gobernabilidad si los representantes electos dejaban vacantes sus curules. A pesar de ello, aquella constitución no asignaba un suplente por cada propietario; se elegía a un suplente por cada tres propietarios.
Lo que el sistema político mexicano requiere es que los diputados y senadores tengan un sentido de responsabilidad directo frente a su electorado para poder ser evaluados y en su caso reelectos; el legislador electo no debería ser reemplazable. Si por cualquier razón queda vacante una curul se cubriría en la siguiente elección en el caso de la Cámara de Diputados y a través de una elección especial (extemporánea) en el caso del Senado a fin de no dejar a una representación estatal con un solo senador.
Por otra parte, las suplencias han generado el fenómeno penoso de las juanitas; en que un grupo de por lo menos 15 congresistas electas solicitaron licencia dejando su curul al suplente de sexo masculino. Entonces ¿qué sucede con la equidad de género? ¿con la cuota de género? Lo que perecía ya una dádiva y no un cambio de fondo, ahora es simple ilusión. Existe ya una iniciativa que busca evitar que se repitan estos casos. La diputada federal por Coahuila Mary Telma Guajardo Villareal ha propuesto que las fórmulas al Congreso de la Unión estén compuestas por legisladores del mismo género. Sin duda la iniciativa es valiosa toda vez que pretende combatir una perversión del espíritu en la equidad de género, si embargo, no atiende a la problemática de relación directa entre legislador y su electorado que sólo se consigue con el propietario.
Hoy en día no hay una verdadera razón para mantener legisladores suplentes. Incluso más importante, el tema de reelección en la reforma política nos da la mejor razón para terminar con esta figura.

Sobre la cláusula de gobernabilidad en el DF
El ejemplo más contundente del problema que representa el que la reforma política se haya convertido en un tema de todo o nada (de que “la reforma va porque va”) es la propuesta de modificación al Artículo 122 constitucional que, en vez de eliminar la cláusula de gobernabilidad del Distrito federal, sólo aumenta el número necesario de constancias de mayoría a de 30 a 40%, pero esto no combate ni lo antidemocrático de la cláusula, ni el problema de su aplicabilidad, como lo demuestran los conflictos post electorales que al particular surgieron luego de las elecciones de 2003.
En la reforma constitucional de 1990 se estableció para la entonces Asamblea de Representantes del Distrito Federal –hoy Asamblea Legislativa del Distrito Federal, ALDF- la llamada cláusula de gobernabilidad (Artículo 122, fracción III). Ésta señala que al partido político con más diputaciones de mayoría relativa y habiendo rebasado el 30% del sufragio, se le otorgarán el número de curules de acuerdo a su lista de diputados por representación proporcional, necesarios para obtener la mayoría absoluta en dicho órgano legislativo.
El origen de la cláusula de gobernabilidad se encuentra en una coyuntura en la cual el PRI ya no podía obtener victorias aplastantes en los procesos electorales locales –con lo que controlaría las asambleas legislativas– pero aún podía alcanzar la mayoría de curules; no las necesarias, sin embargo, para controlar la Asamblea. En consecuencia mediante la creación de la cláusula de gobernabilidad, el otrora partido hegemónico, mantendría las riendas del aparato legislativo local, asegurándose un espacio de poder, más que la gobernabilidad.
Según el Dictamen del Senado para la Reforma Política, la cláusula de gobernabilidad vigente “ha dejado de tener sentido en el marco de los cambios realizados en el sistema electoral durante las tres décadas previas.” El argumento es que, tal y como está hoy, la legislación hace posible un caso aritméticamente extremo en el que “el partido de mayor número de constancias de mayoría podría obtener solamente 7 de 40 victorias distritales, pero obtener el 30 por ciento o más de los votos; dado que solamente existen 26 curules de representación proporcional, habría que asignarle todas, sin que por ello se cumpla la norma constitucional que obliga a otorgarle mayoría absoluta; es decir 34 curules.” Sin embargo no hay una sola consideración sobre el principio democrático, o antidemocrático, sobre el cual se sustenta la cláusula. Es evidente que toda cláusula de gobernabilidad antepone un principio de estabilidad política a cualquier principio democrático de representación y rendición de cuentas.
Una vez más, como se ha señalado a lo largo del presente escrito, el problema de esta medida tendiente a la conformación de un órgano legislativo es su falta de congruencia con los principios democráticos y de representatividad, de justicia electoral, de democracia y de relación entre los asambleístas y el electorado. El problema es especialmente grave en relación al último punto: no sólo se asignan curules a legisladores que no fueron electos por nadie, sino que éstas son asignadas con base en un criterio legaloide, y no electoral, que asegura el control mayoritario de una Asamblea Legislativa. Y más grave todavía, se han retirado curules ganadas en las urnas como resultado de escenarios no considerados por la ley.
La cláusula de gobernabilidad tiene su origen en consideraciones políticas de interés netamente partidista. La pluralidad, la proporcionalidad y el principio democrático-electoral, son violentados por la llamada cláusula de gobernabilidad. Al igual que en los otros casos mencionados, sería mejor y justa una conformación de la ALDF con 40 diputaciones de acuerdo a mayoría relativa en los distritos electorales, eliminado tanto a los asambleístas plurinominales, como aquellos repartidos por el criterio anacrónico y faccionario de la cláusula de gobernabilidad.



Propuestas
  • Definir qué criterios deben cumplirse los aspirantes a candidatos independientes para poder participar como tales en la elección.
  • Reducir el número de legisladores a 300 diputados y a 64 senadores, todo esto mediante la eliminación del sistema proporcional y de primera minoría.
  • Eliminar a los suplentes en ambas Cámaras.
  • Junto con la reelección parlamentaria, establecer la posibilidad de la remoción de legisladores a través de un referéndum, toda vez que esto sí representa una reprimenda o castigo al funcionario, y no lo es su no reelección.
  • Establecer mecanismos de transparencia y rendición de cuentas de funcionarios públicos, mismo que antecederían a la propia reelección; ésta es resultado de aquellos y no uno de ellos.
  • Eliminar la cláusula de gobernabilidad de la ALDF, toda vez que violenta los principios democráticos, de representación y responsabilidad de los legisladores locales.
  • Establecer mecanismos que definan cómo financiar y fiscalizar a los candidatos independientes, así como unos que garanticen total transparencia en el uso de los recursos de los partidos políticos.
  • Una propuesta relacionada al financiamiento –y que estuvo a consideración del Senado como iniciativa de un legislador– es crear un fondo a partir del presupuesto que se asigna a los partidos políticos, y con él financiar las campañas de candidatos independientes.
Amando Basurto es Candidato a Doctor en Ciencia Política por la New School for Social Research; Miguel Angel Valenzuela es Candidato a Doctor en Estudios en Relaciones Internacionales por la UNAM.