Hace ya dos semanas de la elección de Donald Trump en los Estados
Unidos y parece que a algunos aún nos cuesta trabajo aceptar o entender el
resultado. El hecho de que Hillary Clinton haya ganado el voto popular por cerca
de un millón de votos pero perdido la elección, reaviva los cuestionamientos
sobre el sistema electoral estadounidense y probablemente –como en el año 2000
con la elección de George W. Bush- impacte en la legitimidad de la
Administración de Donald Trump; pero poco abona a pasar el trago amargo de la
elección y menos aún para dejar de preocuparnos por los cuatro años –ojalá no
sean ocho- que lentamente pasarán a partir del 20 de enero de 2017, cuando tome
juramento el presidente electo. La esperanza de que el Colegio electoral vote
el próximo 19 de diciembre en un sentido contrario a lo implícitamente
instruido a él por el voto estatal, pero obedeciendo al voto popular, es en
realidad un sueño de opio, sin ningún sustento histórico. Asumiendo, pues, una
inevitable presidencia de Donald Trump, tenemos que hasta ahora las señales que
ha dado no son nada halagüeñas, no obstante sus primeros mensajes la noche
misma de la elección.
La preocupación sobre una eventual presidencia de Trump creció
luego de las sorprendentes victorias del Brexit, en la Gran Bretaña, y del No
al Acuerdo de Paz, en Colombia. Conforme se acercaba el martes 8 de noviembre
la sorpresa se veía cada vez más lejana; posible, aunque poco probable y
viceversa. La preocupación creció cuando el FBI reavivó el tema de los e mails
de Clinton a sólo unos días de la elección; las encuestas que seguían
favoreciendo a la demócrata, ya no le daban la holgada victoria de semanas
anteriores y los estados indecisos comenzaban a inclinarse hacia Donald Trump.
La –ahora dubitativa- confianza de los demócratas, de los simpatizantes de
Clinton –que seguro había- y de quienes querían (o deseaban) evitar a toda costa
un triunfo del candidato Republicano, descansaba en que el voto femenino, el
latino y el de los negros, sumados a los anteriores, eran más que suficientes
para vencer a Trump y sus radicales, aún con la base dura del Partido
Republicano. Sin embargo, la confianza se convirtió el preocupación a tempranas
horas del martes 8; la preocupación en nerviosismo, al anochecer cuando
comenzaban a llegar los primeros resultados; el nerviosismo en incredulidad,
cuando la victoria de Donald Trump se perfilaba como inevitable; y finalmente,
la incredulidad en estupor, en angustia, con el twitt derrotista de Clinton a
las 19:55 : “gracias por todo”.
A pesar de que el abanderado del Partido Republicano hablaba de unión y de que se llevarían bien con todas las naciones –aunque no quedó claro si se
refería a las naciones dentro de su país o a las naciones en el ámbito
internacional- las señales que ha enviado a su país y al mundo, con los
nombramientos para su gabinete confirman que lo dicho por el entonces candidato
Trump, son verdaderas ideas o al menos intenciones reales, y no mero
posicionamiento electoral. Reince Priebus, presidente del Comité Nacional
Republicano y quien fungirá como jefe de gabinete, es una inteligente
designación, toda vez que su cercanía con Paul Ryan –presidente de la Cámara de
Representantes- podría facilitarle al Presidente Trump impulsar su Agenda; era
de esperarse alguien del Partido, cercano a la Cámara Baja, en ese puesto. Sin
embargo, las designaciones de Steve Bannon, Jeff Sessions, Rudy Giuliani, Mike
Flynn o Mike Pompeo, auguran una Administración conflictiva tanto al exterior
como al interior del país norteamericano. Racismo, beligerancia, militarismo y
maniqueísmo, son aspectos constantes en el perfil de estos individuos que –al
parecer- formarán parte esencial del gabinete de Donald Trump; la pluralidad
anunciada por Mike Pence, estará por verse.
La angustia sin duda debe convertirse en aceptación y estrategia; el
momento del espasmo ya pasó. La realidad es que Donald Trump será presidente y
hay que enfrentar la situación. Esta semana habrá ya reuniones entre equipos de
trabajo del gobierno mexicano, encabezado por el embajador Sada, y miembros del
gabinete del futuro presidente; los temas a tratar serán primordialmente
migración y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Evidentemente la idea es sondear las intenciones reales de la próxima
administración en temas clave de la Agenda bilateral, y con base en ello
determinar la estrategia a seguir e incluso la asignación de recursos.
Averiguar si el temor está justificado.
Pero tengamos presente, que pese a todo, pese a los
malos augurios, desalentadoras señales y advertencias (¿acaso?) veladas, las
amenazas para nuestro país, no vienen primordialmente del magnate neoyorquino y
su gabinete, del adverso entorno internacional y la inestable economía global,
sino de nuestra clase política, de la corrupción, de la impunidad, del
fortalecimiento del crimen organizado y de sus nexos con los gobiernos locales,
estatales y federal; de nosotros mismos como Estado. El daño que Trump le puede
hacer a México derivado de sus políticas es muy serio, pero palidece frente al
daño que nuestra clase política le sigue haciendo a nuestro país, a nosotros
mismos; y en mucho casos, nosotros, somos cómplices. Sin lugar a dudad la clase
política –el partido político que gusten- verá en Trump y su racismo, su
miopía, su ignorancia, una excusa para explicar la situación económica, la
falta de crecimiento, el desempleo; y con ello una esclusa a la presión social
(por todo lo anterior y) por la inseguridad, por los gobernadores que han
desfalcado a sus estados, por los 43 de Ayotzinapa, por la cada vez más
preocupante y creciente cifra de feminicidios en el país y las perennes
promesas incumplidas. Unas vez más, la culpa no está en (las barras y) las
estrellas, sino en nosotros mismos, pues en nosotros está el impulsar
mecanismos que permitan combatir estos y otros problemas del Estado mexicano.
Debemos exigir transparencia, rendición de cuentas y mayor participación
ciudadana en la toma de decisiones; y nosotros debemos participar.