“Something is rotten in the
state of Denmark”, dice el centinela Marcelo al príncipe Hamlet antes de
que apareciera el fantasma de su padre, el Rey, anunciando su asesinato a manos
de su hermano, Claudio; por ello es que la frase es utilizada para hacer
referencia a la descomposición de un Estado o de un gobierno, debido a la corrupción,
la descomposición social, política, o las intrigas y luchas palaciegas. La
frase también podría aplicarse a México, pero no en un contexto literario o de
historia novelada, sino a la turbia, violenta y triste realidad, que no deja de
dolernos, de sorprendernos, de acostumbrarnos. Las historias –a veces
historietas- de gobernadores o ex gobernadores, que desde que estaban en
ejercicio de sus funciones eran acusados de corrupción, represión o incluso de
crimen organizado y luego de abandonar su cargo están prófugos habiendo dejado
a sus estados quebrados y endeudados, indignan, pero poco extrañan a una
población acostumbrada al encubrimiento de la clase política. Las ejecuciones,
la inestabilidad política, las reformas ineficientes, el desempleo, la inflación
y los “justicieros”, son simplemente expresiones de la, más que crisis,
descomposición del Estado mexicano.
Javier Duarte, ex gobernador de Veracruz, solicitó licencia para
dejar su cargo 48 días antes de terminar su gestión y entregar el despacho al
panista de turbio pasado, Miguel Ángel Yunes. La razón, según Duarte Ochoa,
descansaba en su amor por Veracruz y
abrir la posibilidad a una investigación que lo exonerara de acusaciones como
lavado de dinero y delincuencia organizada, principalmente. Pero como se
anunciaba y cualquier persona con un uso eventual de su intelecto podía
adivinar, Javier Duarte aprovechó esa oportunidad para huir o al menos,
esconderse. La sospecha de pacto o encubrimiento –una vez más- ha dominado la
opinión pública. Y es que la evidencias de culpabilidad eran claras, las
pruebas de enriquecimiento ilícito y de fraude contra las arcas del estado eran
cosa de todos los días, meses, incluso años antes de que pidiera licencia
Javier Duarte.
El ahora ex gobernador deja al estado de Veracruz en quiebra y
profundamente endeudado; debiendo cerca de cuatro mil millones de pesos tan
sólo a Soriana y a municipios. Por cierto, parte de la deuda a Soriana es
producto de la compra de monederos electrónicos que se repartieron en la campaña
electoral de Enrique Peña Nieto en 2012. A los ilícitos de Duarte en términos
financieros –que es necesario expresarlos en cantidades cuasi inimaginables-
habría que añadir el crecimiento de la inseguridad, del crimen organizado y la
persecución, desaparición o asesinato de periodistas incómodos; alrededor de 20
periodistas muertos, incluido uno asesinado en la Ciudad de México. Pero amén
de todas estas sospechas, pruebas o advertencias, Javier Duarte Ochoa gobernó,
abusó, reprimió y desfalcó tranquilamente al estado de Veracruz, por 5 años, 10
meses y 12 días. Lo que sucede en este momento, es crónica de una impunidad y
encubrimiento anunciados y conocidos.
Caso similar es el del ex gobernador de Sonora, el panista
Guillermo Padrés, quien es acusado de enriquecimiento ilícito y desvío de
recursos, por más de 30 mil millones de pesos, según la actual gobernadora
Claudia Pavlovich. Al momento Padrés cuenta con una orden de aprehensión y más
de 200 indagatorias en su contra por irregularidades fiscales malos manejos de
las finanzas estatales, es decir, fraude. Pero al igual que Duarte y que muchos
otras casos anteriores, presentes y futuros, la respuesta de sus partidos, así
como de las autoridades locales y federales, es tardía, insuficiente e
ineficiente. La indignación, crece.
La descomposición del gobierno no se limita a la corrupción o al
enriquecimiento ilícito, sino a su incapacidad para impartir justicia y
garantizar la seguridad sus ciudadanos. La respuesta de la ciudadanía ha ido
desde las autodefensas hasta el linchamiento comunitario, pasando por la
justicia de propia mano, incluso con sartenes. Hace unos días -el 31 de
octubre- se conocieron dos casos de ciudadanos que ante la ineficacia
consuetudinaria de las autoridades, así como por el hartazgo de la inseguridad,
decidieron hacer justicia por su propia mano, asesinando a los asaltantes. Uno
de esos casos se presentó en la carretera México-Toluca a la altura de La
Marquesa, cuando cuatro individuos asaltaron un autobús de pasajeros, quienes
al salir del transporte fueron atacados por uno de los pasajeros, quien los
hirió y finalmente los ejecutó; el “justiciero” –asesino o ambos- regresó sus
pertenencias a los pasajeros pidiendo sólo que “le hicieran el paro”, es decir,
que no le denunciaran. El otro caso fue la madrugada del mismo día en
Aguascalientes, donde tres mujeres defendieron su hogar de un asaltante armado
con un machete, dándole muerte con sartenes y ladrillos. Ambos casos si bien
son profundamente cuestionables, también son comprensibles. ¿Qué hacer cuando
las autoridades no cumplen, cuando son incapaces o cuando de plano están
coludidas con el crimen? Cuando la gente ve la clase política se beneficia a
costa de ella, que los abusos de acumulan y se combaten sólo en apariencia, ¿es
de extrañar que la respuesta sea como las que hemos visto? Las probabilidades
de que casos como el de La Marquesa o Aguascalientes se repitan son muy altas;
el hartazgo crece y siempre tiene límites. En efecto, algo está podrido en
México, pero recordemos –y volviendo al Bardo de Avón- que “la culpa, mi querido Brutus, no recae en las
estrellas, sino en nosotros que estamos bajo ellas”.
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