miércoles, diciembre 21, 2011

El retiro de las tropas estadounidenses de Irak y sus retos


El pasado lunes, el presidente Barack Obama anunció el retiro de las fuerzas armadas que aún quedaban activas en Irak. El anuncio evitó ser una declaración triunfalista como aquella que George W. Bush realizó hace poco más de ocho años sobre el portaviones Abraham Lincoln (Mission Accomplished). Como es habitual, el mensaje intentó reconfortar al débil gobierno iraquí asegurando que la asistencia técnica, económica y diplomática seguirá siendo significativa una vez que se retire el ejército estadounidense.
Y no son sólo los estadounidenses los que se retiran. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) anunció el mismo lunes que también retirará su Misión de Entrenamiento (Training Mission) de Irak. Esta misión ha tenido como objetivo el adiestramiento de militares y policías iraquíes; pero tras el fallido intento de negociar una extensión del mandato de la Misión, ésta se retirará definitivamente el 31 de diciembre próximo.

Las reacciones no se han hecho esperar. Los precandidatos republicanos a la presidencia criticaron casi al unísono el retiro de las tropas. Mitt Romney acusa al presidente Obama de terminar las operaciones en Irak sin un proceso de transición seguro. Según Romney, Obama pone en riesgo aquello que ganaron las tropas con esfuerzo y sangre estadounidense sin la más mínima intención de reconocer que quien verdaderamente puso en riesgo vida y sangre de las tropas estadounidense fue el expresidentes Bush al iniciar una operación bélica que en ningún momento tenía posibilidades de terminar exitosamente. Por su lado la aspirante a candidata presidencial, Michele Bachmann, ha concentrado su crítica en un frustrado sentimiento de prepotencia. Para la republicana, los Estados Unidos debiesen terminar operaciones con una expresión de fuerza, poder y liderazgo y no bajo la sombra del fracaso o incompetencia.

Pero más allá de los argumentos políticos a favor y en contra del retiro de las tropas es importante anteponer por lo menos dos datos: el primero es el alto costo de las operaciones en Irak desde 2003; este costo incluye los 4,500 estadounidenses que han perdido la vida, los más de 32,000 soldados heridos y los $704,000 millones de dólares de costo financiero. El segundo de los datos es la encuesta publicada la semana pasada por Gallup que muestra que el 75% de los estadounidenses aprueba el regreso a casa de los activos militares. Especificando por partido, 96% de aquellos que se reconocen como demócratas y 77% de los que se etiquetan republicanos aprueban la decisión de Obama. Esto demuestra que a pesar de las críticas de los republicanos, la decisión del gobierno en turno no sólo es razonable sino muy popular.

En la última semana, sin embargo, se han desatado una serie de eventos que podrían ser efectivamente utilizados para criticar el retiro militar estadounidense. El Primer Ministro de Irak –el Shiíta Nuri Kamal al-Maliki– acusó al Vice-Primer Ministro –el Sunnita Tariq al-Hashimi– de haber ordenado el asesinato de oficiales del gobierno en turno. A lo que Hashimi respondió acusando al Primer Ministro de utilizar las fuerzas de seguridad nacionales para amedrentar a los Sunnitas opositores. No es coincidencia que estas acusaciones sean hechas justo cuando Obama y la OTAN anuncian el retiro de tropas de Irak. Esta situación parece dirigirse hacia un punto muerto que incluso podría derivar en la división del territorio Iraquí en dos; en todo caso, la pugna dentro de la élite gubernamental de Irak pone en riesgo la estabilidad y gobernabilidad que según el presidente Obama justifica el retiro de tropas.

A final de cuentas, la inestabilidad en Medio Oriente y el rol que debiese jugar el gobierno estadounidense será un tema recurrente en las campañas electorales. El gobierno de Obama, en este sentido, tiene poco que presumir al día de hoy. Especialmente en tres temas: primero, a pesar de tratar de evitarlo, la autoridad Palestina solicitó ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas su inclusión como Estado miembro (lo que hasta ahora ha resultado en la inclusión de Palestina como miembro de la UNESCO); segundo, el gobierno estadounidense no ha podido disuadir a al gobierno de Irán de renunciar a su programa nuclear; y, tercero, el retiro de sus fuerzas armadas puede dejar a Irak sumido en la ingobernabilidad. La administración Obama deberá hacer frente a estas acusaciones e intentará defender su decisión final durante los siguientes once meses de campaña.

lunes, diciembre 12, 2011

Las elecciones en los EUA y la perspectiva inicial para el tema de migración


El debate entre precandidatos presidenciales republicanos del pasado sábado en Iowa siguió marcando tendencias que posiblemente permanezcan hasta que se decida quién abanderará ese partido contra la reelección de Barack Obama. El tema de inmigración es recurrente y uno esperaría que los precandidatos republicanos exhibiesen fuertes y marcadas opiniones. Sin embargo, por algún tiempo los aspirantes mantuvieron el tema a raya; podríamos decir que se limitaban a hablar de seguridad. Poco a poco los precandidatos han mostrado sus posiciones sobre inmigración. Lo que hemos podido observar es que no hay nada nuevo en el horizonte: ninguno de ellos tiene una propuesta que permita que los millones de indocumentados puedan regularizar su situación de residencia en los Estados Unidos.

Encontramos que los dos precandidatos que encabezan las preferencias e intención del voto –Mitt Romney y Newt Gingrich– son quienes tienen las propuestas más “liberales”. Dichas propuestas evitarían la cacería y la deportación masiva de inmigrantes sin documentos, pero no pretenden regularizar a la mayoría de quienes se encuentran en esta situación. Romney incluso dice tener un plan que no revelará todavía pero que atendería primero el problema de aquellos en situación ilegal y luego el problema de la seguridad fronteriza. El debate en Iowa del sábado pasado se puede resumir parcialmente en dos palabras “conservador consistente”. Consistent conservative fue la frase con la que los demás precandidatos atacaron a los dos punteros, ambos con récords que los evidencian como los menos conservadores o, como dicen los estadounidenses, flip floppers.

¿Cuál es la relevancia, para el tema de inmigración, que Romney y Gingrich encabecen las encuestas de las primarias republicanas? En el caso hipotético de que cualquiera de estos dos precandidatos ganase la nominación partidista y, en su caso la presidencia, no se impondría una versión radicalmente conservadora y xenofóbica. Esto no garantizaría una reforma integral, pero sí que no se incremente el acoso federal a los migrantes indocumentados. ¿Significa esto que los grupos y asociaciones que luchan por una reforma integral de migración deberían apostar de alguna manera por Romney o Gingrich? Bueno, eso no es tan evidente.

Las posiciones de los precandidatos republicanos en las encuestas y de la intención del voto frente a Barack Obama permite ver una tendencia muy interesante. Comencemos por tomar en cuenta que las encuestas nacionales de CNN, Gallup, Rasmussen reportan como amplio favorito a Newt Gingrich. A esto hay que sumar que las elecciones primarias comienzan en tres semanas y los primeros estados en votar serán Iowa, New Hampshire, Carolina del Sur y Florida. Mitt Romney lidera por un pequeño margen en New Hampshire pero Newt Gingrich es el probable ganador en los otros tres estados con un margen más amplio. Los resultados de estas primarias influirán de manera importante en el resto.

El gran reto de Romney y de Gingrich no será ganar las elecciones primarias sino evitar alienar, en el proceso, a los votantes republicanos más radicales. Por ello, el próximo mes será fundamental: el resto de los precandidatos insistirán fuertemente en desacreditar a Romney y Gingrich para tratar de quitarles la ventaja de la que hoy gozan. Esta situación es una de las ventajas que el equipo de Barack Obama estarán tratando de utilizar a su favor, ya que si ningún precandidato republicano logra articular electoralmente a los moderados con los radicales aumentarían las probabilidades de que el presidente se reeligiese.

Es decir, Obama estaría hoy apostando por dos cosas: 1. una candidatura republicana débil que incluso amenace con dividir al partido en dos (orillando a los más radicales a apoyar una candidatura independiente netamente libertaria) y 2. que el candidato sea menos carismático que él para tener una mayor ventaja a la hora de los debates ya en campaña. Y son apuestas importantes debido a la gran impopularidad actual del presidente: según la última encuesta de CBS sobre la administración Obama el 54% de los encuestados considera que el presidente no ha hecho lo suficiente para merecer un segundo período. Aún más, sólo el 33% considera que Barack Obama ha manejado la economía del país adecuadamente.


Ante este caso de impopularidad Obama debe de apostar también por un tercer elemento: el voto de las principales minorías (aquí es donde la reelección podría tener su gran empujón). Según las encuestas, en los 11 swing states (estados que no tienen una “clara” tendencia electoral) 90% de los negros y 64% de los hispanos votarían de nuevo por el presidente. El reto de Obama será hacer que los ciudadanos de ambas minorías acudan masivamente a las urnas; lo que quiere decir que veremos a Obama pronunciando discursos cada vez más incendiarios tratando de atraer a estas poblaciones. Más les vale a las organizaciones políticas y de voto hispanas intercambiar, ahora sí, su apoyo por un serio compromiso sobre migración del todavía presidente.

lunes, diciembre 05, 2011

Turismo de aparador.


Por Miguel Ángel Valenzuela Shelley

Un sexenio más sin planeación turística en México.

El reciente nombramiento del nuevo director del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (FONATUR) Enrique Carrillo Lavat, no es mas que una expresión más de la pobre y mediocre visión que del turismo se tiene en México. El problema no es que el maestro del ITESM y egresado en licenciatura del ITAM –otra constante en el gobierno federal- Carrillo Lavat, sea o no eficiente –eso lo dirán los resultados que presente en su momento- sino que lo que demuestra el nombramiento es una visión del turismo enfocada en la promoción y no en la planeación, menos aún la estratégica.

Si el enfoque que se da en México al turismo ya es cuestionable al concentrarse demasiado en los atractivos de playa descuidando otro tipo de destinos potenciales o reales, es aún peor la falta de planeación turística que ha caracterizado al país por lo menos en los últimos cuatro sexenios; lo cual no es una coincidencia. A partir de 1988 parte fundamental de la estrategia de desarrollo en México ha sido la promoción del país como un atractivo destino para inversiones o relaciones comerciales, y el turismo no ha sido la excepción. Sin duda ha habido cambios estructurales en muchos sentidos en el país, pero a ellos debe seguir una adecuada planeación –de preferencia planeación estratégica- para poder aprovechar inteligente y racionalmente los recursos, las fortalezas que se tengan así como las oportunidades que ofrezca el entorno.

Los últimos Planes Nacionales de Desarrollo tienen en común señalar que el turismo será piedra angular del desarrollo en México, subrayan también la importancia de los principios sustentables en el sector, y contienen conceptos relacionados a la planeación estratégica –lo que fue más notorio desde el año 2000 y las presidencias panistas- pero los resultados presentados por los gobiernos en turno también tienen en común que aquéllas eran sólo palabras o buenos deseos, pero muy lejos estuvieron de convertirse en realidad. En México el sector turístico carece casi totalmente de planeación, al menos allende los centros playeros, y eso imposibilita aprovechar los recursos culturales e históricos con los que cuenta el país.

La tendencia global en el ámbito turístico se dirige por un lado a la experiencia turística surgida del contacto del visitante con la cultura local –ya no al paisaje; por otro, al rescate de los centros urbanos como atractivos; y por último a la participación de la población local en la planeación turística. La idea fundamental y fundacional en este enfoque es que el turismo sea una herramienta para mejorar la calidad de vida de los habitantes y su entorno. En consecuencia la cultura no es únicamente un recurso museístico, sino un elemento central de la actividad turística. Esta visión ha contribuido a que algunas ciudades, con mayor o menor éxito, se rediseñen y/o reorganicen de acuerdo a evaluaciones y visiones propias; además al crear su proyecto turístico de desarrollo no dependen de la planeación proveniente del gobierno federal, o la falta de ella. Este ejercicio, por cierto, está plasmado en los dos últimos PND pero no se ha concretado. Los estados, municipios y/o pueblos carecen de planeación turística o ella se encuentra sólo en proyectos, ideas o buenas intenciones que, por lo regular a falta de presupuesto, no ven su concreción.

Se han creado mejoras regulatorias, nuevos nombramientos o distinciones –tales como Pueblo Mágico- y proyectos de desarrollo turístico –una vez más, mayormente en playas- pero de poca utilidad serán si: uno) no hay una adecuada e integral planeación a nivel federal, y dos) no se motiva la planeación estratégica de ciudades enfocada al turismo, otorgándoles así mayor independencia a las localidades. Los casos de Gualeguaychú y Santa Carmen de los Patagones son ejemplos de los que este ejercicio puede hacer por pequeñas comunidades. Barcelona, el caso paradigmático.

Sería absurdo abandonar un recurso tan valioso como nuestras costas, pero igualmente lo es ignorar las gran variedad y cantidad de expresiones culturales con lo que cuenta México; gastronomía, leyendas, fiestas, tradiciones, edificaciones, bailes, olores, sabores…Antes de promocionar a México, es necesario planear, articular atractivos, remodelar el desarrollo turístico en su conjunto. No es posible que destinos como Ciudad de México, Oaxaca, San Miguel de Allende, Veracruz, Tlacotalpan, Guadalajara, carezcan de un programa de desarrollo turístico integral o estratégico, que no cuenten con un inventario de atractivos turísticos o que no articulen recursos a fin de ofrecer un fortalecido y enriquecido producto Ciudad.

El problema de la pobreza del sector turístico en México, de acuerdo a su potencial, no se resolverá con el perfil comercial y administrativo que han tenido SECTUR y FONATUR –obedeciendo a los gobiernos que representan- sino trascendiéndolos. Se necesita una visión estratégica, no de marketing; un analista y no un administrador.

miércoles, noviembre 30, 2011

Sobre la "primavera árabe" y su complicada perspectiva.

Por Miguel Ángel Valenzuela Shelley.


Hace unos meses vimos con asombro cómo países con añejos gobiernos autoritarios, se cimbraban ante la presión de las masas en la calle, en las plazas, en la Internet. El clamor popular por participación, inclusión y derechos civiles hicieron que gobiernos con décadas en el poder tuvieran que prometer reformas, ceder espacios políticos o declinar al ejercicio del poder. En algunos casos, como el egipcio, las promesas de reformas a corto o mediano plazo no fueron suficientes y los mandatarios fueron obligados renunciar.

A meses del inicio de estos movimientos –el final de ellos no se ve próximo y aún es pronto- no está claro el rumbo que tomarán las revueltas populares en la región. En el amanecer de la “primavera árabe” había la esperanza –o la idea- de que una ola de revoluciones demoliberales recorrerían el norte africano y Medio Oriente, sin embargo, no eran pocas las voces que advertían –y aún hoy- que estos movimientos no residían en el espíritu democrático, sino que atendían a crisis particulares ajenas a los valores e ideales de la democracia occidental. No obstante, cabe la aclaración de que no toda democracia es liberal, pero sí debería ser participativa, y eso es el común denominador de los movimientos sociales árabes de los últimos meses.

Autoritarismo, malas administraciones, demografía y desempleo, fueron los principales detonantes de una crisis que comenzó en Túnez y que aún está por verse su alcance y profundidad. El problema que ahora enfrentan las revoluciones árabes es, al igual que muchas revoluciones, abrir un espacio político real ante fuerzas que pretenden –luego de aprovechar el ímpetu democrático- limitar y contener el clamor popular.

Egipto es particularmente foco del escepticismo, pues del gobierno militar de Hosni Mubarak se transfirió el poder al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA); de un gobierno militar  a otro. El CSFA prometió transferir el poder a un gobierno civil luego de organizar elecciones para fines de 2012, pero ante el reclamo popular y de las diversas fuerzas políticas –como los partidos liberales y los Hermanos Musulmanes- ha ofrecido adelantar los comicios para mediados de 2012 e inclusive –en las últimas horas- la organización de un gobierno civil de transición a manos de un antiguo colaborador de Mubarak, Kamal al Ganzuri. Propuesta rechazada por las distintas fuerzas políticas.

El problema de Egipto es cómo organizar un gobierno de transición legítimo y consensuado; ¿cómo negociarán fuerzas tan disímbolas como los ocho partidos islamistas y los catorce liberales, entre ellos socialdemócratas? Habrá que esperar probablemente a los comicios escalonados para el Parlamento que tendrán lugar entre este lunes 28 de noviembre y febrero del próximo año. ¿Cómo quedará la correlación de fuerzas, si se calcula que un 20-30% apoya a los Hermanos Musulmanes y un 20% a los partidos liberales? El restante 50% del electorado no tiene una  postura definida. Esto amén de las rivalidad entre el CSFA y los Hermanos Musulmanes, que divide importantemente al país.

Otro foco de atención y escepticismo, con sobrada razón, es Siria, pues en las últimas semanas ha habido un recrudecimiento de la represión por parte del gobierno a los movimientos civiles que protestan contra cuarenta años de gobierno de la familia del presidente Bashar al Assad. Esto ha generado por un lado una severa crisis humanitaria en gran parte del país, y por otro una gran oleada de refugiados sirios a Turquía. El escenario llama cada vez más la atención de potencias que por diversos motivos, sobre todo geopolíticos, quisieran intervenir en la región y así tener influencia en la reconfiguración política de la región, no únicamente Siria.

Países como Libia o Túnez ya están dando los primeros pasos en la conformación de un nuevo gobierno –el primero debe organizar comicios constituyentes en ocho meses y el segundo recién ha inaugurado su Asamblea Constituyente- pero todavía queda por ver –al igual que en Egipto y Yemen que apenas ha anunciado medidas para nuevas condiciones políticas- qué papel tendrá la sociedad en la reconfiguración sociopolítica, e incluso las fuerzas políticas organizadas.

En efecto es dudoso que haya un espíritu demoliberal impulsando a la “primavera árabe” como fenómeno amplio, pero sin duda se encuentra en algunas fuerzas políticas, así como otras filosofías políticas. Lo que sí está presente es la participación ciudadana en la reconfiguración política de sus Estados, ese es sin duda un ejercicio democrático que buena falta hace en otros horizontes. Lo que está por escribirse es sin lugar a dudas la parte más complicada e interesante en la refundación o reorganización de un Estado: la organización de un nuevo sistema político, o al menos diferente; un proyecto o idea de nación incluyente, participativo y con amplios derechos y obligaciones sociopolíticas.


martes, noviembre 22, 2011

La democracia en tiempos de liberalismo y republicanismo descafeinados


Hay quienes piensan que la realidad virtual es en verdad una realidad sin esencia, sin contenido. Especulan que vendrá el día en que no estaremos seguros si lo visto existe ahí frente a nosotros, si lo que escuchamos y saboreamos son más allá de estímulos cuya existencia no cuestionamos.
Sin embargo, cuando uno observa etiquetas como las que rezan: “leche deslactosada,” “café descafeinado” e incluso la de aquella mantequilla que se llama “I can’t believe it is not butter,” uno no puede sino cuestionar si no es que ya vivimos en una realidad sin esencia, vaciada de contenido. Es decir, si no es que ya convivimos en una sociedad en la que nos convencemos los unos a los otros de que a pesar de estar vacía de contenido, esta realidad es la más real posible. En este mismo sentido, nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo en donde los absolutos ideológicos –ya sean políticos o religiosos– conviven con una generalizada incredulidad y desconfianza hacia todo lo que pretenda ser homogenizante o universalista.
La modernidad, con su ilustración ultranacionalista, prometió entre otras cosas un orden interestatal construido sólidamente sobre la institucionalización de la legitimidad político-estatal y la normalización jurídica de las relaciones entre los estados. La modernidad también prometió el fin de los dogmas a través de la defensa de la pluralidad y el individuo. Mientras la razón se convertía en el eje definitorio de lo humano, la personalidad jurídica y la diferencia de opinión garantizaban individualidad.
Es la modernidad misma la que trae consigo la colisión sociopolítica con el viejo régimen rígidamente estamentario. El republicanismo de la Roma clásica –patricio, altamente jerárquico y que había sido reemplazado por proyectos monárquicos absolutistas– contendía ahora contra el liberalismo. El primero le otorga a lo político un rol esencial en la condición humana del hombre. El Estado, en este caso, es una expresión refinada de civilidad. El segundo, igualitario e individualista por definición, otorga preeminencia al individuo por sobre la sociedad y sobre la comunidad política. El liberalismo disloca al individuo de su entorno político y naturaliza al mercado como su esfera primaria de acción. El ser humano es un ente social porque satisface sus necesidades y deseos en el mercado y requiere del Estado sólo como un garante del orden y la legalidad.
Desde el siglo XIX hemos sido testigos del debate constante entre republicanismo y liberalismo. Entre aquellos que consideran la pertenencia a una comunidad política como esencial en la estructura ontológica del ser humano y los que asumen que el individuo, por ser autónomo, debe de ser protegido en sus bienes y derechos del poder político del Estado. La constancia de dicho debate no es simplemente una consecuencia de que  ninguno haya triunfado del todo, sino también de que el debate se ha desarrollado en el contexto de desconfianza e inconsistencia ideológica de la modernidad.
Más allá del debate mismo, lo que podemos apreciar cada vez con mayor intensidad es que el liberalismo y el republicanismo han sido vaciados de contenido, descafeinados pues. Y no es sólo que a algunos se les ha ocurrido diluir las diferencias entre los dos al afirmar que el liberalismo es una ideología con raíces en el republicanismo (algo que es obvio a menos que se crea que el liberalismo haya tenido un origen ex nihilo), sino también por una intención generalizada de simplemente encontrar puntos intermedios, de falsa convergencia, entre ambas filosofías políticas.
Este es el contexto en el que el concepto de democracia ha sido utilizado como justificador y legitimador de la versión diluida tanto del liberalismo como del republicanismo. Desafortunadamente, esto ha significado un vaciado, aun más radical, del contenido del concepto de democracia y su sobreutilización ideológica. Intentos liberalizadores como el de Norberto Bobbio, modernizadores como el de Giovanni Sartori y globalizadores como el de David Held han requerido hacer creer a sus lectores que la democracia –aquella que era evidentemente un viciado sistema político desde Platón hasta James Madison– tiene una versión mejorada en la virtuosa “democracia moderna, liberal y representativa.” Esto no sólo ha significado la bancarrota conceptual de la democracia –una bancarrota en la que la democracia ha dejado de significar demos kratos– sino también el establecimiento de un espacio de confort intelectual, un mero lugar común plagado de clichés “democráticos” que cubre al mundo con un manto super-ideológico que clama ser parte esencial del mismísimo fin de las ideologías.
Hoy la “democracia,” y todo lo “democrático,” no refiere más aquel sistema político cerrado, excluyente, de participación política directa que se caracterizaba por su inestabilidad; pero tampoco refiere simplemente un sistema político alternativo o probable. Ahora es, mejor dicho, el sistema o la característica que justifica y legitima a todo aquel sistema político con elecciones frecuentes y con cierta igualdad jurídica que garantice “un ciudadano, un voto.” Aquí es donde la democracia descafeinada –desdemocratizada– surte su primer efecto: nos hace olvidar casi por completo que el republicanismo de la Roma clásica era un sistema representativo, en el que el Senado jugaba el papel central; y nos pretende hacer olvidar también que la igualdad de derechos individuales es un principio liberal por definición y no democrático.
¿Cómo es que un orden político que combina republicanismo y liberalismo descafeinados acaba denominándose “democracia”? No es asunto menor ni gratuito; llamar democracia a las repúblicas liberales contemporáneas hace creer a los que viven en ellas que en verdad gobiernan o que en un futuro esperadamente cercano la sociedad gobernará o pondrá al gobierno netamente a su servicio. Es la expresión más alta del simulacro boudrillardiano; es el momento en el que la leche deslactosada remplaza completamente a la leche, el momento en el que el café descafeinado es verdadero café.
Pero el problema del desfondamiento conceptual, y el consiguiente abuso ideológico de la democracia, no termina allí, en una burla política de oligarquías ocultas detrás de la llamada “voluntad popular.” El segundo efecto ideológico de la democracia liberal (desdemocratizada) es geopolítico y estratégico. No sólo es la legitimación de un republicanismo liberal poco igualitario y altamente clasista, sino también es la justificación más utilizada históricamente en la política expansionista e intervensionista estadounidense.
Si los grandes imperios europeos se expandieron bajo premisas civilizatorias, los Estados Unidos de América se expandieron e intervienen alrededor del mundo bajo premisas democratizadoras. Como el republicanismo liberal (“democracia”) genera estabilidad política y libertad económica, la política exterior estadounidense ha insistido en promover su instauración alrededor del planeta, voluntariamente o a la fuerza.
Para que el concepto de democracia jugase un rol central en la política exterior estadounidense debió de ser desfondado de todo contenido y reideologizado. El proceso fue largo y tortuoso y aquí sólo lo enlisto en sus generalidades.
En primer lugar, hubo que crear un discurso y un imaginario público que permitiera el uso de la palabra democracia para referirse, ya no a aquel sistema cerrado de participación política, sino a un sistema que permitiera el libre juego de los intereses de las élites locales y nacionales estadounidenses, lo cual sucedió con la retórica que acompañó la democracia Jacksoniana de los 1830. El gran propagandista y publicista de la democracia a la americana fue Alexis de Toqueville.
El segundo momento de transición sucedió durante la presidencia de Woodrow Wilson. En tiempos de la gran guerra, la potencia mundial en ciernes decidió enfilar sus armas contra aquellos imperios trasnochados que atentaban contra la expansión de los mercados internacionales. Si el Jacksonianismo había descafeinado a la democracia haciéndola segura para el mundo, Wilson ahora intentará instaurar un mundo seguro para esa democracia descafeinada.
Hoy, finalmente, pareciera que todo sistema político debe de ser más o menos democrático en su versión más light. La falta de consenso sobre su definición es lo que ha permitido el abuso discursivo e ideológico del concepto “democracia”. El concepto se ha vuelto no sólo el catalizador del intervencionismo estadounidense, también se ha convertido en el eje legitimizador del proyecto hegemónico cultural occidental. La mejor manera de mantener el status quo es no siendo estrictos con el uso del concepto democracia; este ensayo es un intento de cambiar eso.

jueves, noviembre 17, 2011

Los llamados de “unidad” y el autoritarismo democrático en México


Ahora que “las izquierdas” parecen haberse decidido por un candidato de unidad, le corresponde al “centro” y a la “derecha” decidirse por sus abanderados a la extenuante carrera por la presidencia. Y es precisamente la idea “de unidad” la que llama especialmente la atención con respecto a dos temas íntimamente relacionados: la falta de competitividad electoral de “las izquierdas” y la ineficiencia legislativa.

El que las encuestas hayan favorecido a Andrés Manuel López Obrador no es para nada una sorpresa. Es de suponerse que Marcelo Ebrard propuso esta forma de decidir sobre quién lideraría a la izquierda sabiendo que necesitaba casi un milagro para ganarle un López Obrador tan popular (quien también necesita un milagro para quitarse de encima toda su impopularidad). Pero más allá de opinar sobre lo adecuado o no de las encuestas, es importante considerar el resultado: es casi un hecho que López Obrador será el candidato presidencial por segunda vez. Pongámoslo así: el PRD sólo tendrá dos candidatos presidenciales en un periodo de 24 años (entre la formación del Frente Democrático Nacional en 1988 hasta 2012). El que las izquierdas requieran plegarse cada vez más bajo la sombra de un solo líder se debe a su ineficacia electoral. La “unidad”, en este sentido, es parte de una estrategia electoral necesaria a pesar de lo poco democrático del caudillismo.
Por otro lado, la formación de un gobierno de “unidad” que tenga una mayoría legislativa es la mayor preocupación de los priístas. Enrique Peña, por ejemplo, ha insistido en que el “gran tema faltante” de la reforma política en México es la “construcción de mayorías parlamentarias”. No sólo ha sugerido que se instaure una cláusula de gobernabilidad para el congreso federal que replique la que está vigente en el Distrito Federal, también pretende eliminar aquélla que limita la sobrerrepresentación del 8% en la Cámara de Diputados. Su propuesta se ha concentrado en hacer pasar la cláusula de gobernabilidad como un “mecanismo democrático”: “En un contexto plenamente democrático, resulta absurdo poner un freno a la formación de mayorías”, a lo que habría que responder que en un contexto plenamente democrático es absurdo pensar en imponer mayorías que no son directamente electas por los ciudadanos (es decir, anti-democráticas).

La preocupación de Peña es exactamente la misma que expresa Manlio Fabio Beltrones en su ensayo El Futuro es Hoy ¿para qué queremos ganar?: “Lo que nuestro país necesita es impulsar un gobierno de coalición democrática que responda a la cohesión y al acuerdo y no al desencuentro, así como a la representación auténtica de las mayorías y a la participación social, y no a un mecanismo de cuotas electorales y privilegios.” Es decir, los líderes priístas están más preocupados por establecer un instrumento de cohesión y unidad para garantizar gobernabilidad, no democracia. Beltrones ha estado impulsando una reforma constitucional que permita el establecimiento de Gobiernos de Coalición. Esto implicaría que si el partido del presidente en turno no obtiene mayoría legislativa podría optar por negociar una coalición con el partido que se la garantice, acordando sobre las “políticas compartidas que serán de carácter obligatorio para sus partes” y sometiendo la ratificación del nombramiento de los miembros del gabinete a la aprobación por el Senado. Dos problemas importantes se derivan de esta propuesta: 1) es cierto que las políticas acordadas se pondrían sobre la mesa pero eso no significa que los ciudadanos sepamos qué fue lo que se negoció y 2) establecer Gobiernos de Coalición posibilitaría que dos partidos saquen de la jugada de manera cuasi-permanente al resto de las fuerzas políticas. Lo que veríamos es una institucionalización de la llamada concertacesión  y una insistente repetición de acuerdos como aquel torpemente firmado César Nava y Beatriz Paredes cuando presidían sus respectivos partidos y que fue motivo de la renuncia de Fernando Gómez Mont a la Secretaría de Gobernación. Ese acuerdo pretendía ser un instrumento jurídico pero evidentemente no era vinculante, que es precisamente lo que la propuesta de Beltrones trata de subsanar al hacer el acuerdo obligatorio. A todas luces, la preocupación de Beltrones es “la dificultad del Presidente de la República para llevar a cabo decisiones de autoridad se ha destacado como uno de los temas centrales de la democracia en México. Hemos sido testigos de la imposibilidad de los gobiernos para tomar decisiones eficaces, que sean realmente obedecidas.” Es obediencia y no democracia lo que está al centro de la propuesta; no es una visión al “futuro que es hoy”, sino la añoranza de un pasado autoritario donde el presidente tenía un séquito que legislaba por encargo.

Aunque muy distintos, ninguno de los llamados a la “unidad” y “cohesión” representa un paso adelante para la aún-mal-lograda democracia mexicana. El caso de las izquierdas no sólo evidencia ineficacia electoral sino la terrible falta de formación de cuadros y reconocimiento de nuevos liderazgos. El caso de los líderes priístas representa el peligro de regresar a un sistema autoritario en el que las minorías simplemente no tienen poder político real.

miércoles, noviembre 09, 2011

Reseña/Comentario sobre ¿Qué hacer? La alternativa ciudadana de Carlos Salinas de Gortari (nov. 2011)


El libro publicado este mes por el expresidentes Carlos Salinas es una síntesis de su obra Democracia Republicana publicado el año pasado. No es claro si esta síntesis intenta resanar las pocas ventas que pudo haber tenido el libro en su versión original o si pretende ser un librito de bolsillo y referencia rápida para quienes dirigen la campaña de Enrique Peña Nieto. Lo que es evidente es que la publicación de esta versión resumida tiene la intención de poner el tema del “liberalismo social” sobre la mesa electorera de los próximos meses.

El libro tiene tres ejes principales: el primero es la crítica a los intelectuales orgánicos del neoliberalismo y del neopopulismo en México. Para ello, Salinas hace uso de las nociones de “intelectuales orgánicos” y “lucha de posiciones” de Antonio Gramsci como la columna vertebral del texto. Sería mejor, e incluso honesto, si Salinas hiciera las referencias a ambas categorías desde el principio para saber el origen de ambas nociones tan centrales en su argumento. Sin embargo las referencias cuasi-subliminales proliferan incluyendo el título del libro “¿Qué Hacer?”, que Salinas atribuye a Nikolai Chernishevski, pero que es el mismo título del programa para el partido revolucionario de Lenin, y la primer línea del prólogo “Dos agravios recorren México” que es obviamente una patética paráfrasis de la multicitada frase con la que Karl Marx inicia El Manifiesto Comunista, “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo.”

En el capítulo sobre intelectuales orgánicos, Salinas se abalanza primero en contra de Enrique Krauze, a quien llama cacique cultural y servicio del régimen en turno, “indigno heredero del legado intelectual” de Octavio Paz y califica su obras de “meros cotilleos sobre incidentes históricos.” Mientras Krauze es descrito como el acomodaticio intelectual orgánico del neoliberalismo, Lorenzo Meyer es tildado de intelectual orgánico neopopulista. Salinas acusa a Meyer de solapador del menosprecio lopezobradorista a las instituciones. Salinas enfila armas también contra tres figuras a las que critica por ser entreguistas o abogados del intervencionismo. A Sergio Aguayo lo acusa de ser un “apóstol del intervencionismo” y, prácticamente, de espionaje por recibir financiamiento y colaborar con la National Endowment for Democracy y en el CISEN. El segundo entreguista es Jorge Castañeda Gutman, por el apoyo al gobierno de los Estados Unidos de América tras los ataques terroristas del 11 de septiembre  de 2001 y por los votos a favor de las resoluciones 1441 y 1511 del Consejo de Seguridad de la ONU. La tercera, un poco de manera sorprendente, es Denise Dresser, a quien acusa de ser un “intelectual «ninguneador»” y de borronear la historia nacional a favor de intereses intervencionistas. Finalmente, Salinas señala y acusa a Miguel Ángel Granados Chapa por publicar “notas sembradas de información falsa, sesgada y, por supuesto, nunca cotejada con los aludidos,” y a Carmen Aristegui por escribir y opinar “por encargo” además de su tendencia a “victimizarse”. Por ser una “incondicional” de Andres Manuel López Obrador, Aristegui es la principal editorialista orgánica del neopopulismo. Pero más allá de sus acusaciones, cabe resaltar que Carlos Salinas menciona a un “intelectual” y a un “periodista” a los cuales no incluye entre los “orgánicos”: Héctor Aguilar Camín y el “destacado periodista Carlos Marín.” Esto nos deja ver el otro lado de las alianzas y fidelidades “intelectuales.”

El segundo eje del texto es la crítica al neoliberalismo que, según Salinas, durante la “década perdida” (1995-2006) ha debilitado “la soberanía y, con ella, el poder; el progreso sustentable; la justicia social y, finalmente la seguridad.” Este es el mismo argumento, ahora más sintético, del libro La década perdida 1995-2006 que Salinas publicó hace cinco años. Esta crítica se complementa a su vez con la ofensiva contra el opuesto ideológico: el neopopulismo lopezobradorista (y que es el mismo argumento que presenta en Neoliberalismo y populismo en México). Salinas divide la historia contemporánea de México y el mundo en tres: una primera etapa que se deriva del desarrollo histórico del régimen mexicano y del PRI a partir de la gran depresión de 1929, en la que el estado interventor no progresó hacia una mayor autonomía ciudadana debido a la batalla ideológica de la guerra fría; la segunda etapa es simplemente su sexenio, en el que el fin de la guerra fría permitió la instauración de un “liberalismo social” que hizo posible hacer uso productivo de la Política Popular de los setenta. Salinas argumenta que el Programa Solidaridad abrió las puertas a la participación ciudadana en la solución de sus problemas más apremiantes a pesar de la reticencia de la nomenklatura en el PRI, y su versión de la revolución paternalista:

“Solidaridad permitió rehabilitar 120 mil escuelas públicas, introducir agua potable en beneficio de 16 millones de personas y llevar electricidad a 22 millones de habitantes. Asimismo, se rescataron 234 hospitales y se edificaron 120 nuevos, al tiempo que se construyeron 1,373 centros de salud y 1,241 unidades médicas? Los colonos, por su parte, se unieron para pavimentar calles y banquetas en casi 10 mil colonias populares.” 

Lo que es claro es que Salinas confunde la acción ciudadana que es netamente política con la participación en comunidad que representa “pavimentar calles y banquetas.” Solidaridad sirvió para hacer que los ciudadanos hicieran lo que el gobierno dejó de hacer, para organizar barrios y colonias alrededor de actividades de mejoramiento y creación de los espacios públicos que el gobierno había abandonado. Aunque valiosa, esa participación vecinal no es ningún impulso en la participación política de los mexicanos.

Los sexenios de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, representan en el imaginario de Salinas el período en el que el entreguismo institucionalizado terminó con la neoliberalización de las políticas públicas en México. En un argumento simplón, por decir lo menos, Salinas acusa a estos dos gobiernos de entregar al país al capital financiero internacional y de socavar la soberanía tomando como prueba el que la palabra soberanía no aparece en los informes presidenciales de Zedillo de 1999 y 2000 ni en ninguno de los de Fox. Evidentemente, el libro está plagado de intentos de convencer al lector que la crisis económica de 1995 fue consecuencia del “error de diciembre” de Zedillo.

No sólo extraña que Carlos Salinas sea el único que no considera que su administración fue neoliberal, también lo hace su mala memoria. Cuando hace referencia a su sexenio como presidente no hace referencia alguna a la grave crisis política en la que se hundió México entre los años 1988 y 1994, que desembocaron en un movimiento armado activo (el EZLN) de impacto considerable que acusaba el aislamiento y pobreza de las comunidades indígenas (aquéllas a las que Solidaridad no tocó), con asesinatos políticos como los de Luis Donaldo Colosio y José Fancisco Ruiz Massieu, y con las convenientes privatizaciones con las que pagó más de un favor. Si algo no extraña es la inconsistencia y simpleza del tercer eje del texto. Carlos Salinas pretende reconstruir una versión maniquea de la filosofía política en la que su “liberalismo social” se encumbra como la cúspide de un liberalismo que combina republicanismo y democracia. Esta reconstrucción resume su incoherencia cuando Salinas afirma: “El republicanismo original es indisociable de la democracia clásica: el gobierno por el pueblo y para el pueblo. De ahí deriva la sentencia actual, varias veces citada en estas páginas: «Nadie hará por el pueblo lo que el pueblo no haga por sí mismo».” Cualquier profesor de Teoría Política 101 diría que como teórico político, Carlos Salinas es un gran economista.

lunes, noviembre 07, 2011

Demoliberalismo: un concepto total, contradictorio y vacío. (3/3)


La democracia se ha convertido en algo mucho más que un simple forma de gobierno, pero también en mucho menos que eso. Aparece hoy en día, no sólo como la máxima forma de organización política, sino como la única permitida de acuerdo al  Nomos imperante. Cualquier forma que la cuestione, es etiquetada como totalitaria y cualquier cuestionamiento a la universalización de los llamados “valores democráticos”, es igualmente totalitario. Es decir, la democracia con todo y su gran carga valorativa –y en buena medida, justamente por ello- se ha convertido en una democracia totalitaria, por eso, ante el peligro de ser etiquetados como enemigos de la democracia, es que pocos cuestionamientos hay –o en todo caso no los suficientes- en torno a este sistema de gobierno promovido por los Estados Unidos.

Además de perder contenido por su plasticidad, ella –la democracia- presenta una serie de contradicciones –particularmente la liberal- que vale la pena señalar. Ya desde la década de los años veinte del siglo pasado, el jurista y politólogo alemán Carl Schmitt, señalaba que la democracia liberal carece totalmente de contenido, pues la "igualdad"' es sólo un presupuesto formal y no real del orden político, pues la pluralidad, no sólo ideológica, sino de clases que en ella se encuentran lo imposibilita.

Por otro lado, afirma que los valores y normas en la vida política no pueden determinarse por medio de un proceso de deliberación racional entre visiones alternativas del mundo, como lo plantea el liberalismo. Esas decisiones son tomadas por la mayoría o por poder. Todo esto, sin mencionar a profundidad la contradicción en la relación liberalismo-democracia, considerando que democracia obedece a formas pre modernas de organización sociopolítica y el liberalismo, es una filosofía moderna que modifica el significado de aquella y la utiliza como catalizadora y legitimadora de su proyecto.

La democracia se ha convertido en la herramienta legitimadora de los llamados Estados liberales modernos, ocultando su carácter clasista por un lado y por otro, su naturaleza expansionista en busca de mercado y control de recursos. La democracia pretende dar orden y cause a las exigencias sociales, pero en realidad las limita y contiene, cuando no las descalifica, además de debilitar a los gobiernos democratizados.

El Estado demoliberal, el pensamiento demoliberal se encuentra expresado tanto en el ámbito económico como el jurídico, el ético y el moral –he ahí la Pax Americana- constituyendo un sistema de métodos hábilmente diseñados para debilitar al Estado en beneficio de la sociedad a través del Mercado. Por ello es que se encuentran eventualmente respuestas nacionalistas que intentan conservar e imponer  la fuerza del Estado y de la unidad nacional mediante sus mitos fundadores frente al pluralismo de los intereses económicos del liberalismo.

La democracia pretende otorgar poder al pueblo para que alcance y determine su gobierno, el liberalismo en cambio sólo logró –y buscó- abrir el espacio de gobierno a la burguesía, utilizando a la democracia sólo como un proceso legitimador, no como una constitución política. El Parlamento terminó siendo un espacio de representación de partidos políticos e intereses económicos, no del Pueblo, ni de sus intereses. El pluralismo, eje de la democracia liberal, sólo es tal en tanto no existan fuerzas políticas que se conciban como universalistas y por ende excluyentes a otras expresiones.

Democracia e igualdad son pilares ideológicos del liberalismo y su despolitización, pero son también dos de las grandes contradicciones del liberalismo burgués. La igualdad es condición sine qua non la democracia es una realidad en la unidad política, por tanto un sistema que enaltezca el valor de las diferencias y las mantenga al interior del Estado –diferencias excluyentes- lejos está de ser verdaderamente democrático y representativo de la nación en su conjunto. En un Estado homogéneo la decisión política, gubernamental, se da por sí sola toda vez que se comparten valores, objetivos, amenazas, etcétera. En un Estado plural esto es imposible, la decisión o el acuerdo al que se llega es en realidad no es más que el dominio de las mayorías, una simple fórmula matemática carente de racionalidad, aunque no de razonabilidad. Pero podría irse más lejos pues en realidad no son las mayorías las que deciden, sino la minorías, la élite, la clase política que manipula y dirige los deseos mismos de las masas.

La pluralidad ideológica puede darse al interior de la unidad política siempre y cuando cumpla dos condiciones; una, que las diferencias no sean sustanciales con respecto a la naturaleza, desarrollo y objetivos del Estado, así como tampoco excluyentes con respecto a otras vertientes ideológicas; y dos, que la fuerza de la facción no amenaze la existencia o constitución de la unidad política. Esta idea de pluralidad es clara en los Estados Unidos, no sólo a partir de la búsqueda de su hegemonía global en los albores del siglo XX, sino desde el nacimiento de la jóven República y el Artículo X de El Federalista.

El sustento jurídico-ideológico de la democracia liberal en expansión, era –y sigue siendo- el Estado de derecho. En él la burguesía expresaba y ampliaba su poder con el argumento de combatir el absolutismo, la subjetividad y discrecionalidad del sistema monárquico y lo hace ahora para combatir el autoritarismo, el nacionalismo o cualquier otro ismo que represente una amenaza a la hegemonía extrarregional estadounidense. En el Estado de derecho las competencias del poder estatal están claramente delimitadas y predeterminadas, por tanto sus actos son impersonales, objetivos y previsibles. Esta constitución de la unidad política, pretende controlar el poder del Estado al limitarlo por el orden legal –la Constitución y las leyes sectoriales- y garantizando la libertad de los individuos, pero particularmente del sector privado, del Mercado. Es ese el objetivo primario de la difusión de la democracia; abrir Mercados y limitar el poder del gobierno.

En el demoliberalismo, “el Estado aparece como el servidor, rigurosamente controlado, de la sociedad”,  señala amargamente Schmitt, al ser reducido a un conjunto de normas y procedimientos. La libertad del individuo, anterior a la existencia del Estado, queda como ilimitada frente al limitado poder estatal, derivado de la división o distribución de poderes. El Estado no buscaría ya la gloria o inclusive la armonía ni éxito del pueblo o la nación, sino que quedaría subsumido o subyugado al orden jurídico, al individuo y su libertad, que en realidad tampoco se presenta como algo Real, sino como uno de los sofismas liberales. El individuo como tal no cuenta ni en las democracias liberales, ya que en su momento de expresión política –elecciones o referéndum- pierde su identidad como particular y asume su papel como citoyen o como parte de un grupo con intereses.

El demoliberalismo supone eliminar la dualidad, la relación sociopolítica amo/esclavo, monarca/súbdito –sustento del Nomos anterior- y con ello transformar las diferencias (tensiones políticas, culturales, etcétera) en diversidad, en pluralismo entre actores en igualdad de condiciones bajo la ley, como afirma Sheldon Wolin. Pero en realidad Di Lampedusa fue muy acertado en su Gatopardo al explicar cómo cambiaron las cosas en la península itálica para que todo siguiera igual, cómo los actores se reacomodan, cambian referentes y conceptos, pero el orden que lo sostiene sólo se matiza, no se modifica su estructura.

Las fuerzas que impulsaron las revoluciones liberales en los siglos XVIII, XIX y XX –veremos que pasa en este- modificaron los referentes de las distinciones sociales, políticas y culturales, pero las diferencias se mantienen, las condiciones estructurales de dichas diferencias se han perpetuado. Ciertamente es una sociedad menos desigual, menos injusta e inequitativa, es más abierta y plural, pero eso no elimina los sofismas demoliberales. La relación amo/esclavo fue sustituida por la de patrón/trabajador, que aunque sí establece derechos del último y obligaciones de aquel, mantiene profundas tensiones y contradicciones con respecto a la supuesta libertad y equidad que abandera la democracia liberal.

El demoliberalismo mantiene las diferencias pero disfrazándolos de diversidades y evita la confrontación al hablar de tolerancia en lugar de derechos, de diversidad en lugar de integración; por ello es que se reconocen grupos, pero no son integrados al sistema político. Los enfrentamientos –producto de las diferencias- son ubicados en el ámbito de lo contingente, pero es el Mercado y no el Estado el encargado de combatir o diluir esas diferencias, pues es él quien articula y lima asperezas entre las diversidades. Por ello es que las diferencias no participan del sistema político, irrumpen en él. Las revoluciones, los movimientos sociales tratan precisamente de combatir esas diferencias, de lograr reconocimiento e inclusión real en la vida política; luchan por derechos no por ser tolerados.

Con la perspectiva de desarrollo, de progreso, de tener acceso a condiciones favorables en la Globalización y a fin de evitar medidas más severas por parte de organismo internacionales, una buena parte de los países excluidos ceden a presiones o peticiones externas, más que internas, que abren su sistema político y su economía. Lo que está en el centro de la pugna entre los países excluidos es el lugar en sí entre los desarrollados, de hecho entre los que aspiran a serlo, pues no sólo no hay garantía de acceder a la promesa demoliberal, sino que la fórmula democracia (liberal) y desarrollo no es necesariamente causal; así como aquella entre paz y democracia.

Lo que ha resultado de la expansión de la democracia liberal estadounidense es el resurgimiento del fundamentalismo de derecha y la erosión de verdaderos valores democráticos mediante la marginalización de vastos sectores de la población global. La democracia se ha reducido a un mecanismo no de gobierno, sino de lucha entre élites.

miércoles, noviembre 02, 2011

La promoción de la democracia (2/3)


“El capitalismo sólo triunfa cuando llega a identificarse con el Estado,
cuando es el Estado”.
Fernand Braudel.

El lenguaje político de la posmodernidad se encuentra en el reino de la ambigüedad, de las contradicciones, de los vacíos, del pragmatismo político de alcance global. ¿Cómo explicar entonces si no es con esos adjetivos, el hecho de que una democracia liberal fuera global y excluyente, abierta e inequitativa, libre y proteccionista,  permisiva y autoritaria?

Con el fin del orden bipolar Estados Unidos estaba en condiciones de reestructurar el sistema internacional una vez más; consolidar y ampliar el Nomos, estableciendo las condiciones necesarias para el Segundo siglo americano. La primera transformación fue en la Primera posguerra al criminalizar la guerra y dividir a los países en agresores y justicieros.
La democracia liberal había triunfado, aunque más por las contradicciones y debilidades de su oponente que por su real fortaleza, pero aunque esto si bien ofrecía la posibilidad de ampliar sus zonas de influencia y control geoestratégico, también (re) surgían –o cobraban nueva relevancia- expresiones políticas regionales o locales que significaban una amenaza a sus intereses y un obstáculo a su hegemonía; i. e. fundamentalismos, nacionalismos o simplemente proyectos políticos con su propia visión de la democracia, del Mercado o de la globalización.

Para contrarrestar la resistencia a su hegemonía los Estados Unidos debían aprovechar el momento democrático e impulsar la democracia liberal en puntos geoestratégicos clave; e. g. la democratización de Europa del Este, los países Bálticos y Europa del Este –hoy en día Medio Oriente y el Noreste africano. Esto se traducía en promover el establecimiento de democracias parlamentarias, la apertura de sus economías y el fortalecimiento de la sociedad civil o su institucionalización [1]; lo que hicieron en Europa del Este, América Latina y han tratado de promover en Asia y Medio Oriente. No obstante, expresiones culturales locales y/o idiosincráticas, así como el historial de la política exterior norteamericana en determinada región han complicado el establecimiento de gobiernos favorables a los intereses de Washington.

La Guía de Planeación de Defensa del Pentágono 1994-1999 – DPG, Pentagon’s Defense Planning Guide- dada a conocer por el New York Times en 1993, establecía como el principal objetivo de la Gran estrategia estadounidense mantener la hegemonía de Washington, evitando la emergencia de un poder rival en Europa y el Este Asiático. Para la consecución de este objetivo la promoción de la democracia no sería suficiente, al menos no sin estar acompañada de cooperación militar o económica, pero sí sería una herramienta de presión y contención a posibles poderes emergentes o amenazas a los intereses estadounidenses, caracterizados por ser regimenes no democráticos, economías cerradas o nacionalistas.


Promover la democracia haría que el mundo fuese menos hostil hacia los Estados Unidos y eliminaría ideologías –y gobiernos, principalmente- que significaran una amenaza al mundo de puertas abiertas del cual dependían[2]. Construyendo con eso un mundo estable, pacífico. Sin embargo habría que cuestionar(se) si en efecto con la expansión de la democracia el mundo es pacífico, si las democracias no van a la guerra, si hay la voluntad de compartir el modelo democrático en expansión.
El ímpetu neowilsoniano y su promesa por una paz estable y duradera dio gran legitimidad a la política exterior estadounidense convirtiéndose en un cruzado, ergo su propio basamento –la teoría de la paz democrática- era más un sofisma que una realidad de la política internacional. Las democracias no sólo han ido a la guerra, sino que han tenido conflictos álgidos entre sí, inclusive armados, la razón y el parlamentarismo no siempre han dominado en los desacuerdos.


Ante una crisis con otros Estado las democracias son tan propicias a escalar el conflicto militarmente como otras formas de gobierno no democráticas, liberales o no. De hecho un buen ejemplo de este sofisma del pacifismo democrático son precisamente los Estados Unidos y su política exterior. Y no olvidemos que muchos regimenes antidemocráticos, totalitarios o autoritarios nacieron en sistemas democrático y hasta liberales.


Para algunos autores, como Charles Kupchan, esta cruzada estadounidense por promover la democracia liberal, así como otros valores de la política internacional –el Nomos- es no sólo natural, sino benéfico para la totalidad de actores en el escenario internacional, pues el mundo es inestable y peligroso cuando las potencias luchan por la hegemonía, pero cuando una de ellas puede determinar la estructura internacional y sus valores, los demás actores no tienen opción alguna mas que atenerse a esas condiciones. De hecho la gran mayoría de los actores se ven beneficiados por esto y particularmente por la unipolaridad estadounidense pues ha encabezado acciones con un profundo y benéfico impacto en la política global y local; como la lucha contra el terrorismo o  la promoción de la democracia y de la Globalización misma. Lo que debe preocupar, advierte Kupchan, es el fin de la Era norteamericana[3].
Para que un mundo compuesto en su mayoría –o totalidad- por democracias sea realmente estable y pacífico estas deberían compartir valores, así como entender y aplicar el mismo modelo democrático. La democracia tendría que desarrollarse bajo condiciones muy similares o iguales, pero esto no es así. “Una revisión histórica de 61 países independientes, sólo tres han generado una democracia por creación independiente: Suiza, Suecia e Inglaterra. Los restantes 58 experimentaron diversos grados de influencia externa”[4], a través de sanciones, amenazas o el uso directo de la fuerza. Este es precisamente el papel que ha jugado Estados Unidos con mayor ahínco a partir del fin del orden bipolar.


El mismo trabajo señala que los veinte países que comenzaron un proceso de democratización en 1989 fueron resultado de la Pax Americana. Esto indica que la democratización no es un proceso natural de las unidades políticas y que el modelo que se implanta en alguna de ellas no es en muchos casos de acuerdo a sus condiciones, sino una adaptación –en el mejor de los casos- de la contradictoria democracia estadounidense. Y esto es porque el promotor de la democracia (liberal) está motivado por sus intereses y no por condiciones internas del país que la adopta.


Es pertinente señalar que otro factor importante para la expansión de la democracia liberal es la identificación de países con características o en condiciones similares cuando uno de ellos adopta el modelo demoliberal, pues este genera ciertos beneficios en distintos niveles, particularmente para las elites empresariales y parte de la clase política. En consecuencia poco se preocupan por matizar el modelo, sólo implementarlo esperando los beneficios del promotor pasivo.


A pesar de los conflictos que ha enfrentado Washington al promover la democracia allende cualquier frontera o frontier, este sigue siendo uno de los objetivos más importantes de su política exterior si no es que el de mayor relevancia. Lo que está a debate es la definición del proceso que se utiliza. Un enfoque sostiene que la democracia liberal podrá promoverse sólo mediante una primera etapa de promoción y expansión de los valores culturales estadounidenses, pues de lo contrario surgirán expresiones deformadas de la democracia liberal[5].


En este sentido la democracia debería limitarse a ofrecer ayuda financiera o de cualquier otro tipo a movimientos que pretendan luchar contra el autoritarismo en sus países, los Estados Unidos no deben imponer dicho modelo en donde no hay valores democráticos[6]. El problema con estos argumentos es que el objetivo de la clase política estadounidense, la élite del poder, no es promover valores democráticos per se, sino las ventajas de abrir economías y gobiernos en zonas clave de su geoestrategia. Lo que puede apreciarse al observar que en los documentos oficiales estadounidenses para la promoción de la democracia se encuentran diversas concepciones de democracia y no aclaran cuál será la utilizada para su promoción.


La cruzada estadounidense descanse en un liberalismo intolerante, totalitario que concibe la existencia de cualquier gobierno o ideología no democrático(a) como una amenaza a la seguridad, intereses y valores en –y de- los Estados Unidos. Sin embargo, la promoción de la democracia como sustento de la Gran estrategia de Washington, generó que el mundo se convirtiera en un espacio más inestable debido a las profundas resistencias locales. El excepcionalismo estadounidense que dio origen a un modelo demoliberal único imposibilitaba la exportación de dicho modelo, por lo que éste ha tenido que adecuarse a circunstancias idiosincráticas, culturales, políticas, sociales, religiosas, etcétera, particulares y –en cierta forma, en algunos casos- excepcionales, perdiendo así contenido real de acuerdo al modelo en expansión y casi de cualquier otro limitando su significado a procesos electorales y economías abiertas integradas o en proceso de integrarse a la globalización y poco nacionalistas. 


[1] John O’Loughlin, Michael D. Ward, Corey L. Lofdahl, Jordin S. Cohen, David S. Brown, David Reilly, Kristian Gleditsch and Michael Shin, The Diffusion of Democracy 1946-1994, Annals of Association of American Geographers, Vol. 88, No. 4,  December 1998, pp. 545-574.
[2] Resulta fácil considerar que los acontecimientos del 9 de septiembre de 2001 daban la razón a la paranoia estadounidense por lo que resulta necesario democratizar a la mayoría de los países con regímenes inestables y volátiles, a fin de que Occidente y democracias liberales que lo componen estén seguras. No obstante, contrariamente a la teoría huntingtoniana, dichos acontecimientos fueron –en todo caso- un ataque a los Estados Unidos, un blowback por su política exterior en Medio Oriente y no una expresión de la animadversión del entorno contra la democracia liberal norteamericana.
[3] Charles A. Kupchan, The End of the American Era, US Foreign Policy and the Geopolitics on the Twenty-First Century, Council on Foreign Relations-Alfred A. Knopf, New York 2002, pp. 57-59.
[4] John O’Loughlin, Michael D. Ward et al, The Diffusion of Democracy 1946-1994, p. 9.
[5] Francis Fukuyama & Michael McFaul, Should Democracy Be Promoted or Demoted, Bridging the Foreign Policy Divide, The Stanley Foundation, June 2007, pp. 2-3.
[6] Larry Diamond, op cit, p. 27.

lunes, octubre 31, 2011

Sobre el Nomos del siglo XXI: sofismas, contradicciones y vacíos de la democracia. (1/3)


Un primer acercamiento.

Una de las características de la política actual en cualquiera de sus dimensiones es la confusión, poca claridad y vacío –no en pocos casos- de los conceptos que la fundamentan y articulan. Democracia, seguridad, tolerancia, autodeterminación, totalitarismo, derechos humanos, son algunos de los términos que dominan la política contemporánea desde hace ya casi un siglo a partir de la creación de un nuevo marco jurídico internacional; un nuevo Nomos diseñado para la consolidación del Primer Siglo Americano, avizorado por Henry Luce en un ya claro momento hegemónico.


Con la creación de nuevas condiciones jurídicas que modificaban las relaciones internacionales y la lucha misma por el poder entre las naciones, conceptos como soberanía así como mecanismos legales y jurídicos de relación entre Estados –la guerra- son suplantados por otros con una profunda carga pragmática y moral, que  entran en contradicción –convenientemente y a discreción del Gran Juez- con otros elementos del Orden y el Derecho internacionales. Tal es el caso de la autodeterminación de los pueblos y la Enmienda Platt o la Doctrina Monroe; ambos mecanismos reconocidos por la Sociedad de Naciones como un instrumento legítimo de resolución de conflictos regionales sobre la propia Sociedad. Esto, además de promover conceptos contradictorios como la democracia liberal, sentó las bases para la hegemonía estadounidense en el siglo XX y un nuevo Nomos.

Las condiciones políticas de la Guerra fría hicieron que la promoción de la democracia estuviera por debajo de consideraciones geoestratégicas y/o de seguridad de los Estados Unidos, lo que no evitó acudir a ella en algunas ocasiones como parte del propio discurso político y geopolítico norteamericano. El apoyo a regímenes autoritarios o movimientos contrarrevolucionarios era una opción válida –y ampliamente utilizada- siempre y cuando evitaran o derrocaran gobiernos que representaran una amenaza a los intereses norteamericanos. Esto allende su ideología, que en ocasiones era conveniente y repentinamente socialista tras amenazar o afectar intereses estadounidenses. Tal fue el caso de Mosaddegh (Irán ‘53) o Arbenz (Guatemala ‘54).

Con el fin del mundo bipolar Washington ha impulsado con mayor facilidad la promoción de la democracia, obedeciendo siempre a criterios no civilizatorios sino geopolíticos, aunque sustentando el discurso en aquellos. Esto genera una clara incongruencia en la política exterior norteamericana, pero claramente justificable desde una lectura pragmática autorreferencial.

La expansión de la democracia –ya sea en términos concretos o aspiracionales- trajo consigo una mayor laxitud de un concepto ya muy difuso y manipulado, cuando no francamente contradictorio. Una implantación, adopción o adaptación de la democracia (liberal) entendida en buena medida a partir del Mercado, resultó en una agudización de contradicciones y vacío de significado. Con ello, unos de los conceptos de mayor peso en la política internacional y fundamento –sofisma, diría yo- del pensamiento hegemónico y político en general –i. e. la democracia- carece de un significado compartido y es fuente de su propio simulacro, así como instrumento de la hegemonía estadounidense desde el colapso del orden jurídico europeo.

Enmarco el debilitamiento del concepto democracia dentro de un Nomos de la política internacional –concepto que se explicará con detenimiento en el primer apartado- creado por los Estados Unidos a fin de facilitar, legalizar y legitimar su proyecto hegemónico iniciado –como señala Carl Schmitt- con la Doctrina Monroe. El Nomos determina el Orden internacional, el marco normativo, pero él mismo permite y da lugar a una suerte de Soberano schmittiano de facto que, a pesar de no contar con el apoyo de la Comunidad internacional ni en nombre de ella o su bienestar, da contenido con su decisión a los conceptos jurídico-políticos que conforman el Nomos.

Toda vez que la expansión de la democracia (liberal) es inversamente proporcional al debilitamiento del concepto mismo en tanto tal, la segunda parte del escrito aborda el momento de su promoción global selectiva. Llevar la democracia allende sus fronteras (pero no indiscriminadamente ni sin matices e interpretaciones) ha sido uno de los fundamentos de la política exterior estadounidense. Sin embargo el criterio para dónde y cómo promoverla obedece a consideraciones geoestratégicas, no civilizatorias, morales o éticas. Por otra parte, el país que es iluminado no comparte valores necesarios para la construcción y articulación democrática, al menos no del tipo de democracia que se quiere imponer, en consecuencia tiene que adaptarse el modelo democrático –en el mejor de los casos- a las particularidades socioculturales o –en el peor- se establecen mecanismos de gobierno/dominio para lograr cierto grado de estabilidad institucional, quedando la democratización en espera. Esto por supuesto establece la falta de coherencia entre discurso y curso, entre teoría y praxis, pero también genera laxitud en el propio concepto; en consecuencia pierde el concepto pierde contenido al significar ideas y realidades diferentes.

Finalmente y coincidiendo con la crítica que en torno a la democracia liberal y sus contradicciones realizan autores como Chantal Mouffe, Nancy Fraser, Eduardo Grüner y Slavoj Zizek, señalaré ejemplos de estas así como su efecto en la pérdida de sustancia en el concepto. La democracia es, probablemente, el concepto político con mayor peso moral, pero también el más confuso, poco claro y manipulado. Por esta razón es que ubicar su papel dentro del discurso hegemónico, cada vez más como herramienta de este y menos como una expresión de participación y compromiso social, es una tarea urgente en el pensamiento político.

Las ideas que nos gobiernan y las ideas de quienes nos gobiernan: el Nomos.

“Los fuertes toman lo que quiereny los débiles sufren lo que deben.”

Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso
Como han señalado autores como Martin Wight, Willhelm Grewe, Hedley Bull o Robert Keohane –no sin matices- los Estados hegemónicos han dado forma al orden jurídico internacional; han definido conceptos jurídicos y les han dado valor universal. España, Francia e Inglaterra lo hicieron exitosamente en siglos precedentes, pero el siglo XX sufrió un cambio más profundo, uno que difícilmente se verá modificado al menos en sus principios. La política exterior de los Estados Unidos logró reconfigurar –por decir lo menos- aspectos esenciales de la política internacional, garantizando y legitimando su proyecto hegemónico. Este, en consecuencia, no fue un cambio en el Orden internacional, sino en las ideas y valores mismos que lo determinan; una transformación del Nomos.

El concepto de Nomos fue rescatado por el jurista y politólogo alemán Carl Schmitt, quien en su Nomos der Erde de 1950 hace una aguda revisión histórica del orden jurídico europeo con base en un Nomos determinado, es decir, de conceptos que daban validez a aquellos jurídicos que regulaban la política internacional. Schmitt señala que los Estados Unidos conforman un nuevo Nomos a partir de sustitución de aquel de origen europeo, comenzando en la Doctrina Monroe y concluyendo en los juicios de Nuremberg, pasando por la primera posguerra y los fallidos intentos del Protocolo de Ginebra y la Sociedad Naciones. En esta misma línea schmittiana, yo agregaría la consolidación del Nomos de la política internacional a partir del fin del orden bipolar (de facto) y la transformación política y económica de la URSS, a través de Glasnost y Perestroika. Señalo esto porque es el momento en que el Nomos se transforma en global, en un Nomos total y totalitario sin premisas antitéticas que lo cuestionen. Paradójicamente razón misma de su cuestionamiento.

“El Nomos”, comienza Schmitt el cuarto apartado de la obra mencionada, “es la palabra griega que indica la primera medida de todas las medidas subsecuentes, así como la primera partición, clasificación y apropiación del espacio, la primera división y distribución”[1]. Es decir, los conceptos que sostienen las afirmaciones, ideas, políticas y marcos referenciales –políticos, jurídicos o morales- así como normatividades e incluso aspiraciones legítimas. Partiendo de esto, Schmitt profundiza en la explicación, articulación y conceptualización de su Nomos, al rastrear su acepción como ley, como ordenador y como fundamento del proceso distributivo y organizador del espacio. De tal forma puede decirse que el Nomos –en las relaciones internacionales- es el marco normativo e ideológico que delimita y da forma –guía el sentido- de las relaciones entre los Estados y al interior de ellos en realidad.

Según el análisis schmittiano, el reordenamiento jurídico-político de la primera posguerra resultó en el colapso del dominio internacional europeo y el ascenso de un nuevo Nomos, dirigido por el imperialismo económico anglosajón –i. e. Inglaterra y Estados Unidos- mediante la juridificación de las relaciones internacionales[2]. El objetivo de esto, señala el jurista de Plettenberg, sería la legitimación del problemático status quo resultante del Tratado de Versalles y la creación de un Nomos, un orden internacional favorable a la expansión imperial estadounidense y británica.

Como resultado de este nuevo orden, conceptos como soberanía, libertad, independencia y autodeterminación perdieron significado práctico, ya que se volvió permisible –legal y moralmente- la intervención política, militar o económica cuando intereses de alguna potencia estuvieran amenazados; sustentando su decisión en la seguridad o el orden internacionales o regionales y no en (e. g.) derechos humanos o inclusive la promoción de la democracia. Argumentos que si bien visten las intervenciones con ropajes de legitimidad, no han justificado per se operación alguna. A pesar del compromiso con su promoción a fin alcanzar la paz mundial y mayor estabilidad para los negocios como lo expresaran en su momento Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt o George H. W. Bush.

La transformación del Orden internacional y del Nomos sería dramática para Schmitt ya que por un lado moralizaba la guerra al clasificarla como justa e injusta, lo que se traducía en distinguir a los actores en justicieros y criminales, haciendo de la guerra un acto mucho más agresivo. Situación que se agravaría, como el mismo autor señala, cuando se utilizan conceptos como humanidad o Bien a fin de legitimar una acción militar (imperial) pues establece implícitamente la necesidad de exterminar al enemigo. La guerra es, recuerda Schmitt, junto con la diplomacia una vía legítima de relación entre Estados soberanos, por lo que al criminalizar el acto uno de ellos –el agresor- pierde su status soberano, pierden la condición de equidad legal y moralmente. ¿Qué obligación se tiene ante un criminal? Se pregunta retóricamente el jurista alemán.

“La guerra entre Estados que se reconocen mutuamente como soberanos y que practican –y ejercen- el jus belli con respecto al otro”, defiende Schmitt este derecho fundamental del Estado en el jus publicum europaeum, “no puede ser un crimen, al menos no, en el sentido criminal de la palabra”. Y advierte, “mientras esté en efecto el concepto del justus hostis, la guerra entre Estados no puede ser criminalizada y el término de crímenes de guerra no puede significar que la guerra como tal sea un crimen”[3].

El cambio en la concepción de la guerra fue un aspecto central en la creación del nuevo Nomos pues no sólo distinguía a los Estados en criminales y justicieros –diferenciándolos así moralmente- sino que relacionaba con dicha distinción conceptos como democracia, libertad y paz, convirtiéndose así también en valores de la política internacional. De este modo cabría cuestionarse qué papel juega o qué margen tiene la autodeterminación de los Pueblos –en realidad gobiernos- y la soberanía, si sólo hay ciertas opciones permitidas o aceptadas.

Durante la Guerra fría había la posibilidad de disentir hasta cierto punto de las ideas del Nomos, pero en la posguerra fría dicha opción era mucho más limitada. La democracia liberal, corazón del soft power estadounidense (prestigio, diría Reinhold Niebuhr), era la única opción para alcanzar la libertad, la paz y el progreso. Así lo expresó Mijkhail Gorbachov ante las Naciones Unidas: “la libertad de elección”, valor fundacional de la democracia de Mercado estadounidense, “debe ser universalmente reconocida y obligatoria, lo que implica la renuncia a todo intento por imponer una forma propia de democracia y el reconocimiento de una unidad en la diversidad para lograr la paz mundial”[4]. Eso refleja el Nomos demoliberal totalitario, defendido por su otrora Némesis.

En sus veinte páginas destinadas al análisis inicial del nuevo Nomos y la cuestión de la guerra, Schmitt señala que lo importante no es sólo la nueva concepción de la guerra, sino quién decide en última instancia sobre el status justo o no de la agresión. ¿Cuáles son los hechos del crimen? ¿Quién es el criminal? ¿Quién reclama el hecho? ¿Quién es el demandante? ¿Quién es el defendido? ¿Qué o quiénes componen la Corte? ¿En nombre de quién o de qué se presta juramento? Y sobre todo ¿quién es el Juez?[5] Así expresa Carl Schmitt su preocupación por lo más relevante en derecho y en política, quién decide en última instancia y no sólo qué establece la norma, pues lo que le da contenido a la ley es su aplicación y no la redacción de la misma.

Acera de la importancia de quién decide, quién da contenido y sentido a los conceptos jurídicos que dan cause a la conflictividad política, Schmitt hace referencia al nuevo tipo de imperialismo emergente desde la primera posguerra, al establecer que “un significado histórico de imperialismo no es sólo o esencialmente panoplia militar y marítima; no es sólo prosperidad económica y financiera, sino también la habilidad de determinar por sí solo el contenido de conceptos legales y políticos…Una nación es conquistada principalmente cuando adopta un vocabulario extranjero, un concepto ajeno del derecho, especialmente el derecho internacional[6]. Este nuevo imperialismo, entonces, buscaba la legalidad y legitimidad internacionales a fin de maniobrar con mayor facilidad y defender sus intereses con el respaldo o permisividad del derecho y la comunidad internacional, pues en el juez no sólo descansa la certeza legal sino la moral.

Cabe mencionar que ya en la posguerra fría la clase política estadounidense acepta y adopta el concepto imperial para definir su política exterior –tal y como señala Philip Golub en Imperial politics, imperial will and the crisis of US hegemony- pero para desmarcarse de la etiqueta de Imperio, establecen una clara distinción entre Imperio y políticas imperiales. El primero es aquel que controla territorios manteniendo presencia militar y designando gobernadores a fin de mantener la explotación; las segundas, son las que únicamente crean un orden legal conveniente y utilizan la fuerza sólo cuando es necesario. En consecuencia y a fin de limitar –o concentrar- la utilización de sus fuerzas armadas, Washington da impulso a la promoción de la democracia liberal y el combate a gobiernos que entorpecieran tanto el proyecto hegemónico como los intereses corporativos; si es que cabe hacer tal distinción.

La expansión del Nomos demoliberal a escala global gracias al colapso del Bloque socialista e ideología que –no sin profundas contradicciones- representaba, resultó en un totalitarismo que a pocos años del optimismo internacionalista neoliberal anunciado por Fukuyama –que de alguna forma hace recordar la trilogía crolyana de gobierno/nación/empresarios, pero a escala global- el neodemoliberalismo total de Gorbachev o de la New Athenian Age of Democracy de Al Gore, ya daba a conocer las tinieblas en las que descansaban los Children of the Light, apólogos y promotores de una contradictoria, pragmática y vacía democracia.

Mucho se cuestionó y hasta se ridiculizó El fin de la historia anunciado por Francis Fukuyama en The National Interest apenas en los albores de la posguerra fría (1989); sin embargo, el triunfo de la democracia liberal sobre el socialismo otorgó a aquella un papel central –eje, acaso- en el orden internacional y en el Nomos que daba lugar a una nueva etapa de la hegemonía estadounidense. En el Nuevo Orden Mundial la democracia liberal era el único modelo viable para revertir las insatisfacciones políticas, sociales y hasta económicas, lo que sería aprovechado por estadistas y académicos del Mundo libre. Poco importaba en ese momento una definición compartida del modelo democrático en expansión, de los valores que nos representaban, de las condiciones políticas, sociales y económicas que configurarían la política internacional del siglo XXI; lo que es comprensible dada la borrachera pacifista y universalista que envolvía el fin de la amenaza nuclear –paz que jamás llegó.
Esta nueva arquitectura de la política internacional construida desde sus cimientos, resultaría en lo que llaman Michael Hardt y Antonio Negri la nueva forma imperial. Un Imperio sin centro, desterritorializado, con identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales; de fronteras abiertas y en expansión (frontier); un gobierno del mundo civilizado; un imperio de la continuidad perenne posmoderna; un imperio que no sólo llega a la recámara, sino que pretende regular las interacciones humanas y la naturaleza humana misma; un imperio del biopoder, un imperio total a través del Mercado y la libertad dirigida, simulada[7].


[1] Carl Schmitt, Nomos of the Earth, in the internacional Law of the Jus Publicum Europaeum, Telos, New York, 2003, p. 67.
[2] Aunque Schmitt centra su análisis en la influencia estadounidense en el reordenamiento de la primera posguerra, rastrea la influencia de los EEUU en el nomos de la tierra en dos momentos anteriores: la enunciación de la Doctrina Monroe y la Conferencia del Congo en Berlín. Con referencia al primero, resalta que EEUU se erige como el hegemón continental creando –soberanamente- un orden jurídico-político unilateralmente. Dejando a su discreción, clasificación y consecuente decisión, las relaciones entre Estados europeos y americanos. En cuanto al segundo, Schmitt subraya el impacto al orden jurídico internacional –europeo- al reconocer a la Sociedad Internacional del Congo, que no era un Estado. En el Acta del Congo –documento resultante del Congreso del Congo- se establecían las condiciones para apropiarse de territorio africano, no perteneciente a algún Estado (europeo), así como obligaciones que acompañaban la ocupación. Ambos acontecimientos, ponían en entredicho el dominio factual de Europa en las relaciones internacionales. Carl Schmitt, ibidem, pp. 217-219.
[3] Carl Schmitt, Nomos of the Earth, pp. 260-261.
[4] Citado por Mónica González, La Guerra fría y el Nuevo Orden Mundial: conflictos, seguridad y paz internacional (tesis doctoral FCPyS, UNAM), México 2000, p, 568.
[5] Carl Schmitt, Nomos of the Earth, p. 260.
[6] Carl Schmitt, Positionen und Begriffe, citado por Gary. L. Ulmen, en la introducción de Nomos of the Earth, pp. 18-19; y en Carl Schmitt, El imperialismo moderno y el derecho internacional público (1932), en Carl Schmitt, teólogo de la política, compilado por Héctor Orestes Aguilar, FCE, México 2001, pp. 112-113.
[7] Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Buenos Aires 2002, pp. 15-17.