martes, noviembre 22, 2011

La democracia en tiempos de liberalismo y republicanismo descafeinados


Hay quienes piensan que la realidad virtual es en verdad una realidad sin esencia, sin contenido. Especulan que vendrá el día en que no estaremos seguros si lo visto existe ahí frente a nosotros, si lo que escuchamos y saboreamos son más allá de estímulos cuya existencia no cuestionamos.
Sin embargo, cuando uno observa etiquetas como las que rezan: “leche deslactosada,” “café descafeinado” e incluso la de aquella mantequilla que se llama “I can’t believe it is not butter,” uno no puede sino cuestionar si no es que ya vivimos en una realidad sin esencia, vaciada de contenido. Es decir, si no es que ya convivimos en una sociedad en la que nos convencemos los unos a los otros de que a pesar de estar vacía de contenido, esta realidad es la más real posible. En este mismo sentido, nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo en donde los absolutos ideológicos –ya sean políticos o religiosos– conviven con una generalizada incredulidad y desconfianza hacia todo lo que pretenda ser homogenizante o universalista.
La modernidad, con su ilustración ultranacionalista, prometió entre otras cosas un orden interestatal construido sólidamente sobre la institucionalización de la legitimidad político-estatal y la normalización jurídica de las relaciones entre los estados. La modernidad también prometió el fin de los dogmas a través de la defensa de la pluralidad y el individuo. Mientras la razón se convertía en el eje definitorio de lo humano, la personalidad jurídica y la diferencia de opinión garantizaban individualidad.
Es la modernidad misma la que trae consigo la colisión sociopolítica con el viejo régimen rígidamente estamentario. El republicanismo de la Roma clásica –patricio, altamente jerárquico y que había sido reemplazado por proyectos monárquicos absolutistas– contendía ahora contra el liberalismo. El primero le otorga a lo político un rol esencial en la condición humana del hombre. El Estado, en este caso, es una expresión refinada de civilidad. El segundo, igualitario e individualista por definición, otorga preeminencia al individuo por sobre la sociedad y sobre la comunidad política. El liberalismo disloca al individuo de su entorno político y naturaliza al mercado como su esfera primaria de acción. El ser humano es un ente social porque satisface sus necesidades y deseos en el mercado y requiere del Estado sólo como un garante del orden y la legalidad.
Desde el siglo XIX hemos sido testigos del debate constante entre republicanismo y liberalismo. Entre aquellos que consideran la pertenencia a una comunidad política como esencial en la estructura ontológica del ser humano y los que asumen que el individuo, por ser autónomo, debe de ser protegido en sus bienes y derechos del poder político del Estado. La constancia de dicho debate no es simplemente una consecuencia de que  ninguno haya triunfado del todo, sino también de que el debate se ha desarrollado en el contexto de desconfianza e inconsistencia ideológica de la modernidad.
Más allá del debate mismo, lo que podemos apreciar cada vez con mayor intensidad es que el liberalismo y el republicanismo han sido vaciados de contenido, descafeinados pues. Y no es sólo que a algunos se les ha ocurrido diluir las diferencias entre los dos al afirmar que el liberalismo es una ideología con raíces en el republicanismo (algo que es obvio a menos que se crea que el liberalismo haya tenido un origen ex nihilo), sino también por una intención generalizada de simplemente encontrar puntos intermedios, de falsa convergencia, entre ambas filosofías políticas.
Este es el contexto en el que el concepto de democracia ha sido utilizado como justificador y legitimador de la versión diluida tanto del liberalismo como del republicanismo. Desafortunadamente, esto ha significado un vaciado, aun más radical, del contenido del concepto de democracia y su sobreutilización ideológica. Intentos liberalizadores como el de Norberto Bobbio, modernizadores como el de Giovanni Sartori y globalizadores como el de David Held han requerido hacer creer a sus lectores que la democracia –aquella que era evidentemente un viciado sistema político desde Platón hasta James Madison– tiene una versión mejorada en la virtuosa “democracia moderna, liberal y representativa.” Esto no sólo ha significado la bancarrota conceptual de la democracia –una bancarrota en la que la democracia ha dejado de significar demos kratos– sino también el establecimiento de un espacio de confort intelectual, un mero lugar común plagado de clichés “democráticos” que cubre al mundo con un manto super-ideológico que clama ser parte esencial del mismísimo fin de las ideologías.
Hoy la “democracia,” y todo lo “democrático,” no refiere más aquel sistema político cerrado, excluyente, de participación política directa que se caracterizaba por su inestabilidad; pero tampoco refiere simplemente un sistema político alternativo o probable. Ahora es, mejor dicho, el sistema o la característica que justifica y legitima a todo aquel sistema político con elecciones frecuentes y con cierta igualdad jurídica que garantice “un ciudadano, un voto.” Aquí es donde la democracia descafeinada –desdemocratizada– surte su primer efecto: nos hace olvidar casi por completo que el republicanismo de la Roma clásica era un sistema representativo, en el que el Senado jugaba el papel central; y nos pretende hacer olvidar también que la igualdad de derechos individuales es un principio liberal por definición y no democrático.
¿Cómo es que un orden político que combina republicanismo y liberalismo descafeinados acaba denominándose “democracia”? No es asunto menor ni gratuito; llamar democracia a las repúblicas liberales contemporáneas hace creer a los que viven en ellas que en verdad gobiernan o que en un futuro esperadamente cercano la sociedad gobernará o pondrá al gobierno netamente a su servicio. Es la expresión más alta del simulacro boudrillardiano; es el momento en el que la leche deslactosada remplaza completamente a la leche, el momento en el que el café descafeinado es verdadero café.
Pero el problema del desfondamiento conceptual, y el consiguiente abuso ideológico de la democracia, no termina allí, en una burla política de oligarquías ocultas detrás de la llamada “voluntad popular.” El segundo efecto ideológico de la democracia liberal (desdemocratizada) es geopolítico y estratégico. No sólo es la legitimación de un republicanismo liberal poco igualitario y altamente clasista, sino también es la justificación más utilizada históricamente en la política expansionista e intervensionista estadounidense.
Si los grandes imperios europeos se expandieron bajo premisas civilizatorias, los Estados Unidos de América se expandieron e intervienen alrededor del mundo bajo premisas democratizadoras. Como el republicanismo liberal (“democracia”) genera estabilidad política y libertad económica, la política exterior estadounidense ha insistido en promover su instauración alrededor del planeta, voluntariamente o a la fuerza.
Para que el concepto de democracia jugase un rol central en la política exterior estadounidense debió de ser desfondado de todo contenido y reideologizado. El proceso fue largo y tortuoso y aquí sólo lo enlisto en sus generalidades.
En primer lugar, hubo que crear un discurso y un imaginario público que permitiera el uso de la palabra democracia para referirse, ya no a aquel sistema cerrado de participación política, sino a un sistema que permitiera el libre juego de los intereses de las élites locales y nacionales estadounidenses, lo cual sucedió con la retórica que acompañó la democracia Jacksoniana de los 1830. El gran propagandista y publicista de la democracia a la americana fue Alexis de Toqueville.
El segundo momento de transición sucedió durante la presidencia de Woodrow Wilson. En tiempos de la gran guerra, la potencia mundial en ciernes decidió enfilar sus armas contra aquellos imperios trasnochados que atentaban contra la expansión de los mercados internacionales. Si el Jacksonianismo había descafeinado a la democracia haciéndola segura para el mundo, Wilson ahora intentará instaurar un mundo seguro para esa democracia descafeinada.
Hoy, finalmente, pareciera que todo sistema político debe de ser más o menos democrático en su versión más light. La falta de consenso sobre su definición es lo que ha permitido el abuso discursivo e ideológico del concepto “democracia”. El concepto se ha vuelto no sólo el catalizador del intervencionismo estadounidense, también se ha convertido en el eje legitimizador del proyecto hegemónico cultural occidental. La mejor manera de mantener el status quo es no siendo estrictos con el uso del concepto democracia; este ensayo es un intento de cambiar eso.