Hay quienes piensan que la realidad virtual es en verdad una
realidad sin esencia, sin contenido. Especulan que vendrá el día en que no
estaremos seguros si lo visto existe ahí frente a nosotros, si lo que
escuchamos y saboreamos son más allá de estímulos cuya existencia no
cuestionamos.
Sin embargo, cuando uno observa etiquetas como las que rezan: “leche
deslactosada,” “café descafeinado” e incluso la de aquella mantequilla que se
llama “I can’t believe it is not butter,” uno no puede sino cuestionar si no es
que ya vivimos en una realidad sin esencia, vaciada de contenido. Es decir, si
no es que ya convivimos en una sociedad en la que nos convencemos los unos a
los otros de que a pesar de estar vacía de contenido, esta realidad es la
más real posible. En
este mismo sentido, nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo en donde los
absolutos ideológicos –ya sean políticos o religiosos– conviven con una
generalizada incredulidad y desconfianza hacia todo lo que pretenda ser
homogenizante o universalista.
La modernidad, con su ilustración ultranacionalista, prometió entre
otras cosas un orden interestatal construido sólidamente sobre la
institucionalización de la legitimidad político-estatal y la normalización
jurídica de las relaciones entre los estados. La modernidad también prometió el
fin de los dogmas a través de la defensa de la pluralidad y el individuo.
Mientras la razón se convertía en el eje definitorio de lo humano, la
personalidad jurídica y la diferencia de opinión garantizaban individualidad.
Es la modernidad misma la que trae consigo la colisión sociopolítica
con el viejo régimen rígidamente estamentario. El republicanismo
de la Roma clásica –patricio, altamente jerárquico y que había sido reemplazado
por proyectos monárquicos absolutistas– contendía ahora contra el liberalismo.
El primero le otorga a lo político un rol esencial en la condición humana del hombre. El Estado, en
este caso, es una expresión refinada de civilidad. El segundo, igualitario e
individualista por definición, otorga preeminencia al individuo por sobre la
sociedad y sobre la comunidad política. El liberalismo disloca al individuo de
su entorno político y naturaliza al mercado como su esfera primaria de acción.
El ser humano es un ente social porque satisface sus necesidades y deseos en el
mercado y requiere del Estado sólo como un garante del orden y la legalidad.
Desde el siglo XIX hemos sido testigos del debate constante entre
republicanismo y liberalismo. Entre aquellos que consideran la pertenencia a
una comunidad política como esencial en la estructura ontológica del ser humano
y los que asumen que el individuo, por ser autónomo, debe de ser protegido en
sus bienes y derechos del poder político del Estado. La constancia de dicho
debate no es simplemente una consecuencia de que ninguno haya triunfado
del todo, sino también de que el debate se ha desarrollado en el contexto de
desconfianza e inconsistencia ideológica de la modernidad.
Más allá del debate mismo, lo que podemos apreciar cada vez con mayor
intensidad es que el liberalismo y el republicanismo han sido vaciados de
contenido, descafeinados pues. Y no es sólo que a algunos se les ha ocurrido
diluir las diferencias entre los dos al afirmar que el liberalismo es una
ideología con raíces en el republicanismo (algo que es obvio a menos que se
crea que el liberalismo haya tenido un origen ex nihilo), sino también por una intención generalizada de
simplemente encontrar puntos intermedios, de falsa convergencia, entre ambas
filosofías políticas.
Este es el contexto en el que el concepto de democracia ha sido
utilizado como justificador y legitimador de la versión diluida tanto del
liberalismo como del republicanismo. Desafortunadamente, esto ha significado un
vaciado, aun más radical, del contenido del concepto de democracia y su
sobreutilización ideológica. Intentos liberalizadores como
el de Norberto Bobbio, modernizadores como
el de Giovanni Sartori y globalizadores como
el de David Held han requerido hacer creer a sus lectores que la democracia
–aquella que era evidentemente un viciado sistema político desde Platón hasta
James Madison– tiene una versión mejorada en la virtuosa “democracia moderna,
liberal y representativa.” Esto no sólo ha significado la bancarrota conceptual
de la democracia –una bancarrota en la que la democracia ha dejado de
significar demos kratos– sino también el establecimiento
de un espacio de confort intelectual, un mero lugar común plagado de clichés
“democráticos” que cubre al mundo con un manto super-ideológico que clama ser
parte esencial del mismísimo fin de las ideologías.
Hoy la “democracia,” y todo lo “democrático,” no refiere más aquel
sistema político cerrado, excluyente, de participación política directa que se
caracterizaba por su inestabilidad; pero tampoco refiere simplemente un sistema
político alternativo o probable. Ahora es, mejor dicho, el sistema o la característica que justifica y
legitima a todo aquel sistema político con elecciones frecuentes y con cierta
igualdad jurídica que garantice “un ciudadano, un voto.” Aquí es donde la
democracia descafeinada –desdemocratizada–
surte su primer efecto: nos hace olvidar casi por completo que el
republicanismo de la Roma clásica era un sistema representativo, en el que el Senado
jugaba el papel central; y nos pretende hacer olvidar también que la igualdad
de derechos individuales es un principio liberal por definición y no
democrático.
¿Cómo es que un orden político que combina republicanismo y
liberalismo descafeinados acaba denominándose “democracia”? No es asunto menor
ni gratuito; llamar democracia a las repúblicas liberales contemporáneas hace
creer a los que viven en ellas que en verdad gobiernan o que en un futuro
esperadamente cercano la sociedad gobernará o pondrá al gobierno netamente a su
servicio. Es la expresión más alta del simulacro boudrillardiano; es el momento
en el que la leche deslactosada remplaza completamente a la leche, el momento
en el que el café descafeinado es verdadero café.
Pero el problema del desfondamiento conceptual, y el consiguiente
abuso ideológico de la democracia, no termina allí, en una burla política de
oligarquías ocultas detrás de la llamada “voluntad popular.” El segundo efecto
ideológico de la democracia liberal (desdemocratizada)
es geopolítico y estratégico. No sólo es la legitimación de un republicanismo
liberal poco igualitario y altamente clasista, sino también es la justificación
más utilizada históricamente en la política expansionista e intervensionista
estadounidense.
Si los grandes imperios europeos se expandieron bajo
premisas civilizatorias, los Estados Unidos de América se expandieron e
intervienen alrededor del mundo bajo premisas democratizadoras. Como el
republicanismo liberal (“democracia”) genera estabilidad política y libertad
económica, la política exterior estadounidense ha insistido en promover su
instauración alrededor del planeta, voluntariamente o a la fuerza.
Para que el concepto de democracia jugase un rol central en la
política exterior estadounidense debió de ser desfondado de todo contenido y
reideologizado. El proceso fue largo y tortuoso y aquí sólo lo enlisto en sus
generalidades.
En primer lugar, hubo que crear un discurso y un imaginario público
que permitiera el uso de la palabra democracia para referirse, ya no a aquel
sistema cerrado de participación política, sino a un sistema que permitiera el
libre juego de los intereses de las élites locales y nacionales
estadounidenses, lo cual sucedió con la retórica que acompañó la democracia
Jacksoniana de los 1830. El gran propagandista y publicista de la democracia a la americana fue
Alexis de Toqueville.
El segundo momento de transición sucedió durante la presidencia de
Woodrow Wilson. En tiempos de la gran guerra, la potencia mundial en
ciernes decidió enfilar sus armas contra aquellos imperios trasnochados que
atentaban contra la expansión de los mercados internacionales. Si el
Jacksonianismo había descafeinado a la
democracia haciéndola segura para el mundo, Wilson ahora intentará instaurar un mundo seguro para esa
democracia descafeinada.
Hoy, finalmente, pareciera que todo sistema
político debe de ser más o menos democrático en su versión más light. La falta de consenso sobre su
definición es lo que ha permitido el abuso discursivo e ideológico del concepto
“democracia”. El concepto se ha vuelto no sólo el catalizador del
intervencionismo estadounidense, también se ha convertido en el eje
legitimizador del proyecto hegemónico cultural occidental. La mejor manera de
mantener el status quo es no
siendo estrictos con el uso del concepto democracia; este ensayo es un intento
de cambiar eso.