La
democracia se ha convertido en algo mucho más que un simple forma de gobierno,
pero también en mucho menos que eso. Aparece hoy en día, no sólo como la máxima
forma de organización política, sino como la única permitida de acuerdo al Nomos imperante. Cualquier forma que la
cuestione, es etiquetada como totalitaria y cualquier cuestionamiento a la
universalización de los llamados “valores democráticos”, es igualmente
totalitario. Es decir, la democracia con todo y su gran carga valorativa –y en
buena medida, justamente por ello- se ha convertido en una democracia
totalitaria, por eso, ante el peligro de ser etiquetados como enemigos de la
democracia, es que pocos cuestionamientos hay –o en todo caso no los
suficientes- en torno a este sistema de gobierno promovido por los Estados
Unidos.
Además
de perder contenido por su plasticidad, ella –la democracia- presenta una serie
de contradicciones –particularmente la liberal- que vale la pena señalar. Ya
desde la década de los años veinte del siglo pasado, el jurista y politólogo
alemán Carl Schmitt, señalaba que la democracia liberal carece totalmente de
contenido, pues la "igualdad"' es sólo un presupuesto formal y no real del orden político, pues la
pluralidad, no sólo ideológica, sino de clases que en ella se encuentran lo imposibilita.
Por
otro lado, afirma que los valores y normas en la vida política no pueden
determinarse por medio de un proceso de deliberación racional entre visiones
alternativas del mundo, como lo plantea el liberalismo. Esas decisiones son
tomadas por la mayoría o por poder. Todo esto, sin mencionar a profundidad la
contradicción en la relación liberalismo-democracia, considerando que
democracia obedece a formas pre modernas de organización sociopolítica y el
liberalismo, es una filosofía moderna que modifica el significado de aquella y la
utiliza como catalizadora y legitimadora de su proyecto.
La
democracia se ha convertido en la herramienta legitimadora de los llamados
Estados liberales modernos, ocultando su carácter clasista por un lado y por
otro, su naturaleza expansionista en busca de mercado y control de recursos. La
democracia pretende dar orden y cause a las exigencias sociales, pero en
realidad las limita y contiene, cuando no las descalifica, además de debilitar
a los gobiernos democratizados.
El
Estado demoliberal, el pensamiento demoliberal se encuentra expresado tanto en
el ámbito económico como el jurídico, el ético y el moral –he ahí la Pax Americana- constituyendo un sistema
de métodos hábilmente diseñados para debilitar al Estado en beneficio de la
sociedad a través del Mercado. Por ello es que se encuentran eventualmente
respuestas nacionalistas que intentan
conservar e imponer la fuerza del
Estado y de la unidad nacional mediante sus mitos fundadores frente al
pluralismo de los intereses económicos del liberalismo.
La
democracia pretende otorgar poder al pueblo para que alcance y determine su
gobierno, el liberalismo en cambio sólo logró –y buscó- abrir el espacio de
gobierno a la burguesía, utilizando a la democracia sólo como un proceso
legitimador, no como una constitución política. El Parlamento terminó siendo un
espacio de representación de partidos políticos e intereses económicos, no del
Pueblo, ni de sus intereses. El pluralismo, eje de la democracia liberal, sólo
es tal en tanto no existan fuerzas políticas que se conciban como
universalistas y por ende excluyentes a otras expresiones.
Democracia e igualdad son pilares ideológicos del
liberalismo y su despolitización, pero son también dos de las grandes
contradicciones del liberalismo burgués. La igualdad es condición sine qua non la democracia es una
realidad en la unidad política, por tanto un sistema que enaltezca el valor de
las diferencias y las mantenga al interior del Estado –diferencias excluyentes-
lejos está de ser verdaderamente democrático y representativo de la nación en
su conjunto. En un Estado homogéneo la decisión política, gubernamental, se da
por sí sola toda vez que se comparten valores, objetivos, amenazas, etcétera.
En un Estado plural esto es imposible, la decisión o el acuerdo al que se llega
es en realidad no es más que el dominio de las mayorías, una simple fórmula
matemática carente de racionalidad, aunque no de razonabilidad. Pero podría
irse más lejos pues en realidad no son las mayorías las que deciden, sino la
minorías, la élite, la clase política que manipula y dirige los deseos mismos
de las masas.
La pluralidad ideológica puede darse al interior de la
unidad política siempre y cuando cumpla dos condiciones; una, que las
diferencias no sean sustanciales con respecto a la naturaleza, desarrollo y
objetivos del Estado, así como tampoco excluyentes con respecto a otras
vertientes ideológicas; y dos, que la fuerza de la facción no amenaze la
existencia o constitución de la unidad política. Esta idea de pluralidad es
clara en los Estados Unidos, no sólo a partir de la búsqueda de su hegemonía
global en los albores del siglo XX, sino desde el nacimiento de la jóven
República y el Artículo X de El Federalista.
El
sustento jurídico-ideológico de la democracia liberal en expansión, era –y
sigue siendo- el Estado de derecho. En él la burguesía expresaba y ampliaba su
poder con el argumento de combatir el absolutismo, la subjetividad y
discrecionalidad del sistema monárquico y lo hace ahora para combatir el
autoritarismo, el nacionalismo o cualquier otro ismo que represente una amenaza a la hegemonía extrarregional
estadounidense. En el Estado de derecho las competencias del poder estatal
están claramente delimitadas y predeterminadas, por tanto sus actos son
impersonales, objetivos y previsibles. Esta
constitución de la unidad política, pretende controlar el poder del Estado al
limitarlo por el orden legal –la Constitución y las leyes sectoriales- y
garantizando la libertad de los individuos, pero particularmente del sector
privado, del Mercado. Es ese el objetivo primario de la difusión de la
democracia; abrir Mercados y limitar el poder del gobierno.
En el demoliberalismo, “el
Estado aparece como el servidor, rigurosamente controlado, de la sociedad”, señala amargamente Schmitt, al ser
reducido a un conjunto de normas y procedimientos. La libertad del individuo,
anterior a la existencia del Estado, queda como ilimitada frente al limitado
poder estatal, derivado de la división o distribución de poderes. El Estado no
buscaría ya la gloria o inclusive la armonía ni éxito del pueblo o la nación,
sino que quedaría subsumido o subyugado al orden jurídico, al individuo y su
libertad, que en realidad tampoco se presenta como algo Real, sino como uno de
los sofismas liberales. El individuo como tal no cuenta ni en las democracias
liberales, ya que en su momento de expresión política –elecciones o referéndum-
pierde su identidad como particular y asume su papel como citoyen o como parte de un grupo con intereses.
El demoliberalismo supone eliminar la dualidad, la relación
sociopolítica amo/esclavo, monarca/súbdito –sustento del Nomos anterior- y con
ello transformar las diferencias (tensiones políticas, culturales, etcétera) en
diversidad, en pluralismo entre actores en igualdad de condiciones bajo la ley,
como afirma Sheldon Wolin. Pero en realidad Di Lampedusa fue muy acertado en su
Gatopardo al explicar cómo cambiaron las cosas en la península itálica para que
todo siguiera igual, cómo los actores se reacomodan, cambian referentes y
conceptos, pero el orden que lo sostiene sólo se matiza, no se modifica su
estructura.
Las fuerzas que impulsaron las revoluciones liberales en los
siglos XVIII, XIX y XX –veremos que pasa en este- modificaron los referentes de
las distinciones sociales, políticas y culturales, pero las diferencias se
mantienen, las condiciones estructurales de dichas diferencias se han
perpetuado. Ciertamente es una sociedad menos desigual, menos injusta e
inequitativa, es más abierta y plural, pero eso no elimina los sofismas
demoliberales. La relación amo/esclavo fue sustituida por la de
patrón/trabajador, que aunque sí establece derechos del último y obligaciones
de aquel, mantiene profundas tensiones y contradicciones con respecto a la
supuesta libertad y equidad que abandera la democracia liberal.
El demoliberalismo mantiene las diferencias pero disfrazándolos de
diversidades y evita la confrontación al hablar de tolerancia en lugar de
derechos, de diversidad en lugar de integración; por ello es que se reconocen
grupos, pero no son integrados al sistema político. Los enfrentamientos
–producto de las diferencias- son ubicados en el ámbito de lo contingente, pero
es el Mercado y no el Estado el encargado de combatir o diluir esas
diferencias, pues es él quien articula y lima asperezas entre las diversidades.
Por ello es que las diferencias no participan del sistema político, irrumpen en
él. Las revoluciones, los movimientos sociales tratan precisamente de combatir
esas diferencias, de lograr reconocimiento e inclusión real en la vida
política; luchan por derechos no por ser tolerados.
Con
la perspectiva de desarrollo, de progreso, de tener acceso a condiciones
favorables en la Globalización y a fin de evitar medidas más severas por parte
de organismo internacionales, una buena parte de los países excluidos ceden a
presiones o peticiones externas, más que internas, que abren su sistema
político y su economía. Lo que está en el centro de la pugna entre los países
excluidos es el lugar en sí entre los desarrollados, de hecho entre los que
aspiran a serlo, pues no sólo no hay garantía de acceder a la promesa demoliberal,
sino que la fórmula democracia (liberal) y desarrollo no es necesariamente
causal; así como aquella entre paz y democracia.