Segunda parte, el asesinato discriminado de civiles
Por Amando Basurto.-
El ejército estadounidense, en coordinación con la Agencia Central de Inteligencia (C.I.A.), ha utilizado vehículos aéreos no tripulados (drones) en su “lucha contra el terrorismo”. Estos vehículos telecomandados han sido utilizados, de manera sistematica durante los últimos diez años, para el asesinato (ejecución) de líderes de Al-Qaeda y talibanes en Pakistán y Afganistán. En el año 2010, reporta The Bureau of Investigative Journalism, 874 personas fueron asesinadas por drones; este número se ha reducido este año a “sólo” 93 (los datos de la proporción de las llamadas víctimas civiles varía entre 6 y 2% del total) y eso mantiene a la administración Obama defendiendo su uso.
Uno de los argumentos a favor del uso de vehículos no tripulados es que hacen las operaciones antiterroristas mucho menos caras financiera y humanamente. Desde la reducida perspectiva de quienes defienden el asesinato de “terroristas” a control remoto, el uso de drones evita tener que organizar operaciones muy elaboradas, que sean proclives a un mayor margen de error, que pongan en riesgo la vida de tropas estadounidenses y que generen un alto numero de víctimas civiles. Esta perspectiva, con un realismo que atenta contra el sentido común, supone que la alternativa es solamente entre enviar tropas o utilizar aeronaves no tripuladas para matar “terroristas” (como sucedió en el caso de la “aprehensión” de Osama bin Laden) por lo tanto desconoce no sólo el problema de legitimidad y legalidad de las ejecuciones extrajudiciales, también peca de asumir que las víctimas civiles “no terroristas” son daño colateral justificado.
Quienes critican el uso de drones para el asesinato de terroristas a larga distancia, lo hacen desde varias perspectivas. Hay quienes simplemente rechazan esta práctica por ser una actividad táctica que pone en riesgo la estrategia general de contraterrorismo estadounidense por básicamente dos razones: el uso de drones ha hecho que por un lado, pequeños grupos de extremistas islámicos se vuelvan mucho más activos y tengan mayo poder de reclutamiento y, por el otro, ha propiciado la enajenación de naciones aliadas. En el otro extremo de las perspectivas críticas se encuentran aquellos individuos y organizaciones (como Amnistía Internacional) que se enfocan en señalar la ilegalidad de los ataques y la violación masiva de derechos humanos que conllevan. Es evidente a todas leguas que los ataques con naves no tripuladas son ilegales y sólo son legítimas para quienes creen que una ejecución extrajudicial es una expresión de justicia.
El concepto de “banalidad del mal” de Hannah Arendt (ver primera entrega de este artículo) suma un ángulo nuevo a todos estos argumentos y perspectivas. Sin dejar de reconocer los problemas tácticos o políticos, o enfocarse a señalar el dolor de las víctimas y el abuso grave de sus derechos, exige que reconozcamos el grave colapso moral y el desafío legal y judicial que el uso de drones representa. La nueva táctica contraterrorista estadounidense es una expresión de, ambos, un nuevo tipo de crimen y de criminal. Por un lado, la ejecución extrajudicial contraterrorista de carácter internacional implica un asesinato discriminado de civiles; es decir, es una ejecución que distingue (discrimina) de antemano el tipo de víctimas al etiquetarlas como “terroristas” o “civiles”. Sólo de esta manera se puede entender que se reporte, como hizo el mismo gobierno paquistaní el 30 de octubre pasado, que desde 2008 los ataques con drones han generado 2,227 víctimas, de los cuales “sólo” 67 son civiles. ¿Cómo sabemos que 2,160 de esos individuos eran “terroristas”? ¿Por qué esos “terroristas” no son civiles? Por el otro lado, cómo explica Arendt al respecto de Adolf Eichmann, el tipo de criminal al que aquí nos enfrentamos es nuevo, no solamente porque todos los partícipes en la cadena de toma de decisión son responsables directa o indirectamente, sino porque el ejecutor final, quien jala el gatillo, no está presente al momento de la ejecución. Lo que jala es un gatillo virtual, lo que facilita el asesinato discriminado de civiles sin motivo ulterior.
Todo esto nos pone frente a una serie de desafíos: ¿cómo enjuiciar moralmente a alguien que está asesinando “terroristas” bajo ordenes militares? ¿cómo enjuiciar moralmente a quien considera que 2 o 6 % de los asesinados son daño colateral ya presupuestado y justificado? ¿cómo enjuiciar judicialmente a alguien que asesina no sólo siguiendo órdenes sino jalando un gatillo meramente “virtual”? ¿cómo enjuiciar –políticamente– a un régimen que asesina a 2,227 personas en menos de cinco años bajo la protección ideológica de la victimización resultado de los ataques del 11 de septiembre de 2001? Y finalmente ¿cómo emitir todos estos juicios sin defender o justificar el terrorismo en ninguna de sus expresiones?
Estas preguntas no tienen hoy una respuesta, no sólo porque es muy difícil contestarlas sino porque no nos hemos atrevido a formularlas.
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jueves, noviembre 14, 2013
Ideologizando la banalidad del mal
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martes, noviembre 12, 2013
Ideologizando la banalidad del mal
Primer parte, sobre una nueva forma de criminalidad
Por Amando Basurto.-
Este año se cumplen 50 de la publicación de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, que Hannah Arendt escribió originalmente en forma de reporte para The New Yorker. A pesar de su longevidad, el texto no pierde vigencia debido al minucioso énfasis sobre la “banalidad del mal” que hizo evidente el juicio contra Adolf Eichmann, en 1961, por crímenes que cometió contra el pueblo judío siendo oficial de la S.S. (especialista en la asuntos judíos) durante el régimen Nazi. A Eichmann se le conoció como el arquitecto detrás de la llamad “solución final”, el exterminio de los judíos.
El aniversario del texto ha detonado una serie de publicaciones alrededor de los temas que Arendt aborda en él. A esto se ha sumado la gran publicidad que la “banalidad del mal” ha obtenido con el filme “Hannah Arendt” presente en carteleras este año. El problema reside en el abuso que el concepto sufre a manos de quienes terminan ideologizándolo. Ese es el caso del texto “Trivializar el mal” (publicado en el portal de Letras Libres el pasado 4 de octubre); en él Juan Carlos Romero Puga escribe: “Intento traer la reflexión al escenario actual, luego de ver una foto de Eduardo Verdugo, de Associated Press, en la que se aprecia a un policía al que un grupo de provocadores ha bañado en gasolina y prendido fuego, durante la conmemoración de la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968. A la difusión de la imagen le siguen comentarios festivos en redes sociales: “Si los policías no arden, ¿quién iluminará esta oscuridad?”, “Bien merecido a ese pusilánime que en lugar de defender al pueblo se abalanza contra él” o “No es legal, pero si muy divertido, el olor a policía quemado es muy similar al de cerdo quemado” [sic].” Ante esto Romero asevera: “Arendt puso de manifiesto que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellos que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente y herir al otro hasta la muerte, mientras creen desempeñar un papel de cambio. Ellos y sus compañeros de ruta, los que justifican a través del discurso y dan un valor moral positivo a un acto criminal, retratan a la perfección ese concepto acuñado hace 50 años: la banalidad del mal.” El texto de Carlos Romero muestra no solamente una falta de conocimiento sobre el argumento de Hannah Arendt sino, también, una peligrosa tendencia a ideologizarlo para simplemente usarlo en contra de toda manifestación de violencia.
El argumento principal de Hannah Arendt es que los sistemas modernos legales (que le otorgan centralidad a la ‘intención de hacer mal’) y la legislación internacional (que no discriminaba entre homicidio y genocidio) no estaban preparados para lidiar con criminales no-ordinarios –como Eichmann– que cometen crímenes no-ordinarios (crímenes contra la humanidad). Arendt comprendió que los crímenes cometidos por quienes participaron en el gobierno Nazi (y en especial por los involucrados con la llamada “solución final”) eran todo menos comunes: un crimen contra la humanidad es un crimen en masa no sólo por la cantidad de víctimas sino también por la cantidad de aquellos que lo cometen; lo que quiere decir, paradójicamente, que el nivel de responsabilidad de los involucrados no depende de su proximidad con el individuo –al final de la jerarquía– que ejecuta las ordenes al jalar del gatillo. El crimen es cometido tanto por el que da la orden, por quienes la transmiten, por quienes aseguran los medios para su eficiente ejecución como por quien comete el asesinato físicamente.
Presenciar el juicio de Eichmann le permitió a Arendt comprender que nuestra imagen tradicional del mal y nuestra idea sobre el fanatismo religioso o ideológico no eran suficientes para comprender las atrocidades cometidas por el gobierno Nazi. Eichmann había participado en el exterminio de judíos de manera voluntaria pero aparentemente sin motivos ulteriores; es decir, el principal “ingeniero” de la “solución final” no odiaba a los judíos, no había rastro en él de anti-semitismo. Su crimen, como lo expuso él mismo, había sido seguir ordenes (aunque, como podemos interpretar siguiendo a Arendt, el crimen de Eichmann había sido no resistir o no desistirse de seguir ordenes). ¿Cómo ejecutar ahora a un “asesino en masa” que no había matado a nadie?, ¿cómo enjuiciar a alguien que no tenía otro motivo para cometer uno de los mayores crímenes del siglo XX que el de la ‘obediencia’? A esto se refiere Arendt con banalidad del mal: a que los aparatos burocráticos y los avances en el desarrollo en armamento hacen posible que alguien, sin mayor motivo y sin jamás empuñar un arma, pueda ser responsable de hechos atroces.
Querer hacer pasar la violencia y los “comentarios festivos” alrededor de ella como una expresión de lo que Arendt denominó banalidad del mal resulta en nada más que una caricatura socarrona. La banalidad del mal es una expresión de criminalidad que no tiene motivación más allá que la ejecución de una orden, que no tiene relación con frustración o venganza personales y que no tiene carga ideológica. En este sentido, las demostraciones de violencia vividas en las calles de la ciudad de México el pasado 2 de octubre distan mucho de ser expresiones de la banalidad del mal. En realidad, el fenómeno contemporáneo más adecuado para ejemplificar la “banalidad del mal” es el uso que hace el gobierno estadounidense de aeronaves no tripuladas (drones) para ejecutar extrajudicialmente a presuntos terroristas, terminando de tajo con la distinción entre civiles y soldados. A explicar este ejemplo dedicaré la segunda entrega de este artículo.
Por Amando Basurto.-
Este año se cumplen 50 de la publicación de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, que Hannah Arendt escribió originalmente en forma de reporte para The New Yorker. A pesar de su longevidad, el texto no pierde vigencia debido al minucioso énfasis sobre la “banalidad del mal” que hizo evidente el juicio contra Adolf Eichmann, en 1961, por crímenes que cometió contra el pueblo judío siendo oficial de la S.S. (especialista en la asuntos judíos) durante el régimen Nazi. A Eichmann se le conoció como el arquitecto detrás de la llamad “solución final”, el exterminio de los judíos.
El aniversario del texto ha detonado una serie de publicaciones alrededor de los temas que Arendt aborda en él. A esto se ha sumado la gran publicidad que la “banalidad del mal” ha obtenido con el filme “Hannah Arendt” presente en carteleras este año. El problema reside en el abuso que el concepto sufre a manos de quienes terminan ideologizándolo. Ese es el caso del texto “Trivializar el mal” (publicado en el portal de Letras Libres el pasado 4 de octubre); en él Juan Carlos Romero Puga escribe: “Intento traer la reflexión al escenario actual, luego de ver una foto de Eduardo Verdugo, de Associated Press, en la que se aprecia a un policía al que un grupo de provocadores ha bañado en gasolina y prendido fuego, durante la conmemoración de la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968. A la difusión de la imagen le siguen comentarios festivos en redes sociales: “Si los policías no arden, ¿quién iluminará esta oscuridad?”, “Bien merecido a ese pusilánime que en lugar de defender al pueblo se abalanza contra él” o “No es legal, pero si muy divertido, el olor a policía quemado es muy similar al de cerdo quemado” [sic].” Ante esto Romero asevera: “Arendt puso de manifiesto que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellos que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente y herir al otro hasta la muerte, mientras creen desempeñar un papel de cambio. Ellos y sus compañeros de ruta, los que justifican a través del discurso y dan un valor moral positivo a un acto criminal, retratan a la perfección ese concepto acuñado hace 50 años: la banalidad del mal.” El texto de Carlos Romero muestra no solamente una falta de conocimiento sobre el argumento de Hannah Arendt sino, también, una peligrosa tendencia a ideologizarlo para simplemente usarlo en contra de toda manifestación de violencia.
El argumento principal de Hannah Arendt es que los sistemas modernos legales (que le otorgan centralidad a la ‘intención de hacer mal’) y la legislación internacional (que no discriminaba entre homicidio y genocidio) no estaban preparados para lidiar con criminales no-ordinarios –como Eichmann– que cometen crímenes no-ordinarios (crímenes contra la humanidad). Arendt comprendió que los crímenes cometidos por quienes participaron en el gobierno Nazi (y en especial por los involucrados con la llamada “solución final”) eran todo menos comunes: un crimen contra la humanidad es un crimen en masa no sólo por la cantidad de víctimas sino también por la cantidad de aquellos que lo cometen; lo que quiere decir, paradójicamente, que el nivel de responsabilidad de los involucrados no depende de su proximidad con el individuo –al final de la jerarquía– que ejecuta las ordenes al jalar del gatillo. El crimen es cometido tanto por el que da la orden, por quienes la transmiten, por quienes aseguran los medios para su eficiente ejecución como por quien comete el asesinato físicamente.
Presenciar el juicio de Eichmann le permitió a Arendt comprender que nuestra imagen tradicional del mal y nuestra idea sobre el fanatismo religioso o ideológico no eran suficientes para comprender las atrocidades cometidas por el gobierno Nazi. Eichmann había participado en el exterminio de judíos de manera voluntaria pero aparentemente sin motivos ulteriores; es decir, el principal “ingeniero” de la “solución final” no odiaba a los judíos, no había rastro en él de anti-semitismo. Su crimen, como lo expuso él mismo, había sido seguir ordenes (aunque, como podemos interpretar siguiendo a Arendt, el crimen de Eichmann había sido no resistir o no desistirse de seguir ordenes). ¿Cómo ejecutar ahora a un “asesino en masa” que no había matado a nadie?, ¿cómo enjuiciar a alguien que no tenía otro motivo para cometer uno de los mayores crímenes del siglo XX que el de la ‘obediencia’? A esto se refiere Arendt con banalidad del mal: a que los aparatos burocráticos y los avances en el desarrollo en armamento hacen posible que alguien, sin mayor motivo y sin jamás empuñar un arma, pueda ser responsable de hechos atroces.
Querer hacer pasar la violencia y los “comentarios festivos” alrededor de ella como una expresión de lo que Arendt denominó banalidad del mal resulta en nada más que una caricatura socarrona. La banalidad del mal es una expresión de criminalidad que no tiene motivación más allá que la ejecución de una orden, que no tiene relación con frustración o venganza personales y que no tiene carga ideológica. En este sentido, las demostraciones de violencia vividas en las calles de la ciudad de México el pasado 2 de octubre distan mucho de ser expresiones de la banalidad del mal. En realidad, el fenómeno contemporáneo más adecuado para ejemplificar la “banalidad del mal” es el uso que hace el gobierno estadounidense de aeronaves no tripuladas (drones) para ejecutar extrajudicialmente a presuntos terroristas, terminando de tajo con la distinción entre civiles y soldados. A explicar este ejemplo dedicaré la segunda entrega de este artículo.
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