martes, noviembre 12, 2013

Ideologizando la banalidad del mal

Primer parte, sobre una nueva forma de criminalidad

Por Amando Basurto.-

Este año se cumplen 50 de la publicación de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, que Hannah Arendt escribió originalmente en forma de reporte para The New Yorker. A pesar de su longevidad, el texto no pierde vigencia debido al minucioso énfasis sobre la “banalidad del mal” que hizo evidente el juicio contra Adolf Eichmann, en 1961, por crímenes que cometió contra el pueblo judío siendo oficial de la S.S. (especialista en la asuntos judíos) durante el régimen Nazi. A Eichmann se le conoció como el arquitecto detrás de la llamad “solución final”, el exterminio de los judíos.

El aniversario del texto ha detonado una serie de publicaciones alrededor de los temas que Arendt aborda en él. A esto se ha sumado la gran publicidad que la “banalidad del mal” ha obtenido con el filme “Hannah Arendt” presente en carteleras este año. El problema reside en el abuso que el concepto sufre a manos de quienes terminan ideologizándolo. Ese es el caso del texto “Trivializar el mal” (publicado en el portal de Letras Libres el pasado 4 de octubre); en él Juan Carlos Romero Puga escribe: “Intento traer la reflexión al escenario actual, luego de ver una foto de Eduardo Verdugo, de Associated Press, en la que se aprecia a un policía al que un grupo de provocadores ha bañado en gasolina y prendido fuego, durante la conmemoración de la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968. A la difusión de la imagen le siguen comentarios festivos en redes sociales: “Si los policías no arden, ¿quién iluminará esta oscuridad?”, “Bien merecido a ese pusilánime que en lugar de defender al pueblo se abalanza contra él” o “No es legal, pero si muy divertido, el olor a policía quemado es muy similar al de cerdo quemado” [sic].” Ante esto Romero asevera: “Arendt puso de manifiesto que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellos que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente y herir al otro hasta la muerte, mientras creen desempeñar un papel de cambio. Ellos y sus compañeros de ruta, los que justifican a través del discurso y dan un valor moral positivo a un acto criminal, retratan a la perfección ese concepto acuñado hace 50 años: la banalidad del mal.” El texto de Carlos Romero muestra no solamente una falta de conocimiento sobre el argumento de Hannah Arendt sino, también, una peligrosa tendencia a ideologizarlo para simplemente usarlo en contra de toda manifestación de violencia.

El argumento principal de Hannah Arendt es que los sistemas modernos legales (que le otorgan centralidad a la ‘intención de hacer mal’) y la legislación internacional (que no discriminaba entre homicidio y genocidio) no estaban preparados para lidiar con criminales no-ordinarios –como Eichmann– que cometen crímenes no-ordinarios (crímenes contra la humanidad). Arendt comprendió que los crímenes cometidos por quienes participaron en el gobierno Nazi (y en especial por los involucrados con la llamada “solución final”) eran todo menos comunes: un crimen contra la humanidad es un crimen en masa no sólo por la cantidad de víctimas sino también por la cantidad de aquellos que lo cometen; lo que quiere decir, paradójicamente, que el nivel de responsabilidad de los involucrados no depende de su proximidad con el individuo –al final de la jerarquía– que ejecuta las ordenes al jalar del gatillo. El crimen es cometido tanto por el que da la orden, por quienes la transmiten, por quienes aseguran los medios para su eficiente ejecución como por quien comete el asesinato físicamente.

Presenciar el juicio de Eichmann le permitió a Arendt comprender que nuestra imagen tradicional del mal y nuestra idea sobre el fanatismo religioso o ideológico no eran suficientes para comprender las atrocidades cometidas por el gobierno Nazi. Eichmann había participado en el exterminio de judíos de manera voluntaria pero aparentemente sin motivos ulteriores; es decir, el principal “ingeniero” de la “solución final” no odiaba a los judíos, no había rastro en él de anti-semitismo. Su crimen, como lo expuso él mismo, había sido seguir ordenes (aunque, como podemos interpretar siguiendo a Arendt, el crimen de Eichmann había sido no resistir o no desistirse de seguir ordenes). ¿Cómo ejecutar ahora a un “asesino en masa” que no había matado a nadie?, ¿cómo enjuiciar a alguien que no tenía otro motivo para cometer uno de los mayores crímenes del siglo XX que el de la ‘obediencia’? A esto se refiere Arendt con banalidad del mal: a que los aparatos burocráticos y los avances en el desarrollo en armamento hacen posible que alguien, sin mayor motivo y sin jamás empuñar un arma, pueda ser responsable de hechos atroces.

Querer hacer pasar la violencia y los “comentarios festivos” alrededor de ella como una expresión de lo que Arendt denominó banalidad del mal resulta en nada más que una caricatura socarrona. La banalidad del mal es una expresión de criminalidad que no tiene motivación más allá que la ejecución de una orden, que no tiene relación con frustración o venganza personales y que no tiene carga ideológica. En este sentido, las demostraciones de violencia vividas en las calles de la ciudad de México el pasado 2 de octubre distan mucho de ser expresiones de la banalidad del mal. En realidad, el fenómeno contemporáneo más adecuado para ejemplificar la “banalidad del mal” es el uso que hace el gobierno estadounidense de aeronaves no tripuladas (drones) para ejecutar extrajudicialmente a presuntos terroristas, terminando de tajo con la distinción entre civiles y soldados. A explicar este ejemplo dedicaré la segunda entrega de este artículo.

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