Ahora
que “las izquierdas” parecen haberse decidido por un candidato de unidad, le corresponde al “centro” y
a la “derecha” decidirse por sus abanderados a la extenuante carrera por la
presidencia. Y es precisamente la idea “de unidad” la que llama especialmente
la atención con respecto a dos temas íntimamente relacionados: la falta de
competitividad electoral de “las izquierdas” y la ineficiencia legislativa.
El que
las encuestas hayan favorecido a Andrés Manuel López Obrador no es para nada
una sorpresa. Es de suponerse que Marcelo Ebrard propuso esta forma de decidir
sobre quién lideraría a la izquierda sabiendo que necesitaba casi un milagro
para ganarle un López Obrador tan popular (quien también necesita un milagro
para quitarse de encima toda su impopularidad). Pero más allá de opinar sobre
lo adecuado o no de las encuestas, es importante considerar el resultado: es
casi un hecho que López Obrador será el candidato presidencial por segunda vez. Pongámoslo así: el PRD sólo
tendrá dos candidatos presidenciales en un periodo de 24 años (entre la
formación del Frente Democrático Nacional en 1988 hasta 2012). El que las izquierdas requieran plegarse cada
vez más bajo la sombra de un solo líder se debe a su ineficacia electoral. La
“unidad”, en este sentido, es parte de una estrategia electoral necesaria a
pesar de lo poco democrático del caudillismo.
Por
otro lado, la formación de un gobierno de “unidad” que tenga una mayoría
legislativa es la mayor preocupación de los priístas. Enrique Peña, por
ejemplo, ha insistido en que el “gran tema faltante” de la reforma política en
México es la “construcción de mayorías parlamentarias”. No sólo ha sugerido que
se instaure una cláusula de gobernabilidad para el congreso federal que
replique la que está vigente en el Distrito Federal, también pretende eliminar
aquélla que limita la sobrerrepresentación del 8% en la Cámara de Diputados. Su
propuesta se ha concentrado en hacer pasar la cláusula de gobernabilidad como
un “mecanismo democrático”: “En un contexto plenamente democrático, resulta
absurdo poner un freno a la formación de mayorías”, a lo que habría que
responder que en un contexto plenamente democrático es absurdo pensar en
imponer mayorías que no son directamente electas por los ciudadanos (es decir,
anti-democráticas).
La
preocupación de Peña es exactamente la misma que expresa Manlio Fabio Beltrones
en su ensayo El Futuro es Hoy ¿para qué queremos ganar?: “Lo que nuestro país necesita
es impulsar un gobierno de coalición democrática que responda a la cohesión y
al acuerdo y no al desencuentro, así como a la representación auténtica de las
mayorías y a la participación social, y no a un mecanismo de cuotas electorales
y privilegios.” Es decir, los líderes priístas están más preocupados por
establecer un instrumento de cohesión y unidad para garantizar gobernabilidad,
no democracia. Beltrones ha estado impulsando una reforma constitucional que
permita el establecimiento de Gobiernos de Coalición. Esto implicaría que si el
partido del presidente en turno no obtiene mayoría legislativa podría optar por
negociar una coalición con el partido que se la garantice, acordando sobre las
“políticas compartidas que serán de carácter obligatorio para sus partes” y
sometiendo la ratificación del nombramiento de los miembros del gabinete a la
aprobación por el Senado. Dos problemas importantes se derivan de esta
propuesta: 1) es cierto que las políticas acordadas se pondrían sobre la mesa
pero eso no significa que los ciudadanos sepamos qué fue lo que se negoció y 2)
establecer Gobiernos de Coalición posibilitaría que dos partidos saquen de la
jugada de manera cuasi-permanente al resto de las fuerzas políticas. Lo que
veríamos es una institucionalización de la llamada concertacesión y una insistente repetición de acuerdos
como aquel torpemente firmado César Nava y Beatriz Paredes cuando presidían sus
respectivos partidos y que fue motivo de la renuncia de Fernando Gómez Mont a
la Secretaría de Gobernación. Ese acuerdo pretendía ser un instrumento jurídico
pero evidentemente no era vinculante, que es precisamente lo que la propuesta
de Beltrones trata de subsanar al hacer el acuerdo obligatorio. A todas luces,
la preocupación de Beltrones es “la dificultad del Presidente de la República
para llevar a cabo decisiones de
autoridad se ha destacado como uno de los temas centrales de la democracia
en México. Hemos sido testigos de la imposibilidad de los gobiernos para tomar
decisiones eficaces, que sean realmente obedecidas.”
Es obediencia y no democracia lo que está al centro de la
propuesta; no es una visión al “futuro que es hoy”, sino la añoranza de un
pasado autoritario donde el presidente tenía un séquito que legislaba por
encargo.