miércoles, noviembre 02, 2011

La promoción de la democracia (2/3)


“El capitalismo sólo triunfa cuando llega a identificarse con el Estado,
cuando es el Estado”.
Fernand Braudel.

El lenguaje político de la posmodernidad se encuentra en el reino de la ambigüedad, de las contradicciones, de los vacíos, del pragmatismo político de alcance global. ¿Cómo explicar entonces si no es con esos adjetivos, el hecho de que una democracia liberal fuera global y excluyente, abierta e inequitativa, libre y proteccionista,  permisiva y autoritaria?

Con el fin del orden bipolar Estados Unidos estaba en condiciones de reestructurar el sistema internacional una vez más; consolidar y ampliar el Nomos, estableciendo las condiciones necesarias para el Segundo siglo americano. La primera transformación fue en la Primera posguerra al criminalizar la guerra y dividir a los países en agresores y justicieros.
La democracia liberal había triunfado, aunque más por las contradicciones y debilidades de su oponente que por su real fortaleza, pero aunque esto si bien ofrecía la posibilidad de ampliar sus zonas de influencia y control geoestratégico, también (re) surgían –o cobraban nueva relevancia- expresiones políticas regionales o locales que significaban una amenaza a sus intereses y un obstáculo a su hegemonía; i. e. fundamentalismos, nacionalismos o simplemente proyectos políticos con su propia visión de la democracia, del Mercado o de la globalización.

Para contrarrestar la resistencia a su hegemonía los Estados Unidos debían aprovechar el momento democrático e impulsar la democracia liberal en puntos geoestratégicos clave; e. g. la democratización de Europa del Este, los países Bálticos y Europa del Este –hoy en día Medio Oriente y el Noreste africano. Esto se traducía en promover el establecimiento de democracias parlamentarias, la apertura de sus economías y el fortalecimiento de la sociedad civil o su institucionalización [1]; lo que hicieron en Europa del Este, América Latina y han tratado de promover en Asia y Medio Oriente. No obstante, expresiones culturales locales y/o idiosincráticas, así como el historial de la política exterior norteamericana en determinada región han complicado el establecimiento de gobiernos favorables a los intereses de Washington.

La Guía de Planeación de Defensa del Pentágono 1994-1999 – DPG, Pentagon’s Defense Planning Guide- dada a conocer por el New York Times en 1993, establecía como el principal objetivo de la Gran estrategia estadounidense mantener la hegemonía de Washington, evitando la emergencia de un poder rival en Europa y el Este Asiático. Para la consecución de este objetivo la promoción de la democracia no sería suficiente, al menos no sin estar acompañada de cooperación militar o económica, pero sí sería una herramienta de presión y contención a posibles poderes emergentes o amenazas a los intereses estadounidenses, caracterizados por ser regimenes no democráticos, economías cerradas o nacionalistas.


Promover la democracia haría que el mundo fuese menos hostil hacia los Estados Unidos y eliminaría ideologías –y gobiernos, principalmente- que significaran una amenaza al mundo de puertas abiertas del cual dependían[2]. Construyendo con eso un mundo estable, pacífico. Sin embargo habría que cuestionar(se) si en efecto con la expansión de la democracia el mundo es pacífico, si las democracias no van a la guerra, si hay la voluntad de compartir el modelo democrático en expansión.
El ímpetu neowilsoniano y su promesa por una paz estable y duradera dio gran legitimidad a la política exterior estadounidense convirtiéndose en un cruzado, ergo su propio basamento –la teoría de la paz democrática- era más un sofisma que una realidad de la política internacional. Las democracias no sólo han ido a la guerra, sino que han tenido conflictos álgidos entre sí, inclusive armados, la razón y el parlamentarismo no siempre han dominado en los desacuerdos.


Ante una crisis con otros Estado las democracias son tan propicias a escalar el conflicto militarmente como otras formas de gobierno no democráticas, liberales o no. De hecho un buen ejemplo de este sofisma del pacifismo democrático son precisamente los Estados Unidos y su política exterior. Y no olvidemos que muchos regimenes antidemocráticos, totalitarios o autoritarios nacieron en sistemas democrático y hasta liberales.


Para algunos autores, como Charles Kupchan, esta cruzada estadounidense por promover la democracia liberal, así como otros valores de la política internacional –el Nomos- es no sólo natural, sino benéfico para la totalidad de actores en el escenario internacional, pues el mundo es inestable y peligroso cuando las potencias luchan por la hegemonía, pero cuando una de ellas puede determinar la estructura internacional y sus valores, los demás actores no tienen opción alguna mas que atenerse a esas condiciones. De hecho la gran mayoría de los actores se ven beneficiados por esto y particularmente por la unipolaridad estadounidense pues ha encabezado acciones con un profundo y benéfico impacto en la política global y local; como la lucha contra el terrorismo o  la promoción de la democracia y de la Globalización misma. Lo que debe preocupar, advierte Kupchan, es el fin de la Era norteamericana[3].
Para que un mundo compuesto en su mayoría –o totalidad- por democracias sea realmente estable y pacífico estas deberían compartir valores, así como entender y aplicar el mismo modelo democrático. La democracia tendría que desarrollarse bajo condiciones muy similares o iguales, pero esto no es así. “Una revisión histórica de 61 países independientes, sólo tres han generado una democracia por creación independiente: Suiza, Suecia e Inglaterra. Los restantes 58 experimentaron diversos grados de influencia externa”[4], a través de sanciones, amenazas o el uso directo de la fuerza. Este es precisamente el papel que ha jugado Estados Unidos con mayor ahínco a partir del fin del orden bipolar.


El mismo trabajo señala que los veinte países que comenzaron un proceso de democratización en 1989 fueron resultado de la Pax Americana. Esto indica que la democratización no es un proceso natural de las unidades políticas y que el modelo que se implanta en alguna de ellas no es en muchos casos de acuerdo a sus condiciones, sino una adaptación –en el mejor de los casos- de la contradictoria democracia estadounidense. Y esto es porque el promotor de la democracia (liberal) está motivado por sus intereses y no por condiciones internas del país que la adopta.


Es pertinente señalar que otro factor importante para la expansión de la democracia liberal es la identificación de países con características o en condiciones similares cuando uno de ellos adopta el modelo demoliberal, pues este genera ciertos beneficios en distintos niveles, particularmente para las elites empresariales y parte de la clase política. En consecuencia poco se preocupan por matizar el modelo, sólo implementarlo esperando los beneficios del promotor pasivo.


A pesar de los conflictos que ha enfrentado Washington al promover la democracia allende cualquier frontera o frontier, este sigue siendo uno de los objetivos más importantes de su política exterior si no es que el de mayor relevancia. Lo que está a debate es la definición del proceso que se utiliza. Un enfoque sostiene que la democracia liberal podrá promoverse sólo mediante una primera etapa de promoción y expansión de los valores culturales estadounidenses, pues de lo contrario surgirán expresiones deformadas de la democracia liberal[5].


En este sentido la democracia debería limitarse a ofrecer ayuda financiera o de cualquier otro tipo a movimientos que pretendan luchar contra el autoritarismo en sus países, los Estados Unidos no deben imponer dicho modelo en donde no hay valores democráticos[6]. El problema con estos argumentos es que el objetivo de la clase política estadounidense, la élite del poder, no es promover valores democráticos per se, sino las ventajas de abrir economías y gobiernos en zonas clave de su geoestrategia. Lo que puede apreciarse al observar que en los documentos oficiales estadounidenses para la promoción de la democracia se encuentran diversas concepciones de democracia y no aclaran cuál será la utilizada para su promoción.


La cruzada estadounidense descanse en un liberalismo intolerante, totalitario que concibe la existencia de cualquier gobierno o ideología no democrático(a) como una amenaza a la seguridad, intereses y valores en –y de- los Estados Unidos. Sin embargo, la promoción de la democracia como sustento de la Gran estrategia de Washington, generó que el mundo se convirtiera en un espacio más inestable debido a las profundas resistencias locales. El excepcionalismo estadounidense que dio origen a un modelo demoliberal único imposibilitaba la exportación de dicho modelo, por lo que éste ha tenido que adecuarse a circunstancias idiosincráticas, culturales, políticas, sociales, religiosas, etcétera, particulares y –en cierta forma, en algunos casos- excepcionales, perdiendo así contenido real de acuerdo al modelo en expansión y casi de cualquier otro limitando su significado a procesos electorales y economías abiertas integradas o en proceso de integrarse a la globalización y poco nacionalistas. 


[1] John O’Loughlin, Michael D. Ward, Corey L. Lofdahl, Jordin S. Cohen, David S. Brown, David Reilly, Kristian Gleditsch and Michael Shin, The Diffusion of Democracy 1946-1994, Annals of Association of American Geographers, Vol. 88, No. 4,  December 1998, pp. 545-574.
[2] Resulta fácil considerar que los acontecimientos del 9 de septiembre de 2001 daban la razón a la paranoia estadounidense por lo que resulta necesario democratizar a la mayoría de los países con regímenes inestables y volátiles, a fin de que Occidente y democracias liberales que lo componen estén seguras. No obstante, contrariamente a la teoría huntingtoniana, dichos acontecimientos fueron –en todo caso- un ataque a los Estados Unidos, un blowback por su política exterior en Medio Oriente y no una expresión de la animadversión del entorno contra la democracia liberal norteamericana.
[3] Charles A. Kupchan, The End of the American Era, US Foreign Policy and the Geopolitics on the Twenty-First Century, Council on Foreign Relations-Alfred A. Knopf, New York 2002, pp. 57-59.
[4] John O’Loughlin, Michael D. Ward et al, The Diffusion of Democracy 1946-1994, p. 9.
[5] Francis Fukuyama & Michael McFaul, Should Democracy Be Promoted or Demoted, Bridging the Foreign Policy Divide, The Stanley Foundation, June 2007, pp. 2-3.
[6] Larry Diamond, op cit, p. 27.