Por Amando Basurto
En
México, los últimos reacomodos en las “pre-campañas” han sido no solamente
vertiginosos sino incluso sorpresivos. Después de ver la manera tan cívica en
la que Marcelo Ebrard concedió la candidatura ante la popularidad de Andrés
Manuel López Obrador y en la que Manlio Flavio Beltrones se retiró para dejarle
el camino libre a Enrique Peña Nieto, parecía que la disciplina y el claro
perfil partidista de los candidatos sería la principal característica de las
elecciones. Incluso los panistas, a pesar del boxeo de sombra y el intento de
madruguete, parecen haber encontrado la manera de competir sin llevarse al
partido entero entre las patas. En ninguno de estos casos están en duda las
credenciales partidistas de los aspirantes. Sin embargo, los últimos cambios en
las pre-candidaturas para jefe de gobierno del Distrito Federal modifican las
cosas, aunque sea un poco.
En el
caso del Partido de la Revolución Democrática, las dimisiones han sido
radicalmente opuestas en sus formas y contenidos políticos. Por un lado, Mario
Delgado abandonó la competencia sin sumarse ni declinar a favor de otro
candidato; recodemos que la declaración de su renuncia fue sencilla, muy
directa, y sin aspavientos. Sin tonos derrotistas, Delgado se reconocía
simplemente como un no-favorito. En contraste, el Senador Carlos Navarrete declinó
en una ceremonia festiva, casi triunfalista, en la que le levantó la mano a
Alejandra Barrales. La intención es, obviamente, sumar fuerzas y contrapesar la
cargada que apoya a Miguel Ángel Mancera. Y no es que Mancera represente a una
tribu opuesta; exactamente lo contrario: es un incondicional de Ebrard que no
milita en el PRD y que no ha militado en ningún otro partido. Su alto perfil
técnico y su bajo perfil partidista parecen representarle una importante
ventaja.
Algo
parecido, que no igual, sucedió en la designación de la señora Isabel Miranda
de Wallace como candidata por el Partido Acción Nacional para la jefatura del
Distrito Federal. Hay que recordar que el PAN ha criticado la manera en que los
candidatos a la presidencia del PRI y PRD son “únicos” y “designados desde la
cúpula;” a diferencia de la “gran competencia democrática” en la que participan
Santiago Creel, Ernesto Cordero y Josefina Vázquez Mota. Evidentemente los
jalones de pelo y las bofetadas poco amistosas entre estos influyó en la
drástica decisión tomada en el caso del Distrito Federal. Dejar a jóvenes
promesas políticas del partido como Gabriela Cuevas, Mariana Gómez del Campo y
Carlos Orvañanos como el chinito –nomás milando– no ha de haber sido fácil pero
tal vez necesario. Si, necesario no sólo para evitar mayor desgaste en el
partido como consecuencia de la “competencia democrática” sino también para
enlistar como candidata a alguien que tenga un perfil más “ciudadano” que
“partidista”. ¿Qué aceptaron los pre-candidatos en la negociación? Sólo lo
sabremos si la Señora Miranda gana la jefatura.
De manera tal que si el candidato termina siendo Miguel
Ángel Mancera, tendremos al PRD y al PAN presentando candidaturas ciudadanas
“patito.” El ejercicio será, por decir lo menos, interesante. Si alguno de los
dos ganase la elección podríamos ser testigos de una de dos: podemos soñar con
que el carácter ciudadano del nuevo jefe de gobierno modificase los patrones
clientelares de los partidos (por lo menos en el D.F.), y posiblemente sería un
sueño frustrado porque muy probablemente presenciemos el poder que tienen los
partidos políticos para corromper tan falsa “ciudadanización” de sus
candidaturas. Sea cual sea el caso, las ventajas de Miranda y Mancera son a la
vez el talón de Aquiles del PAN y el PRD: un deseo de mayor ciudadanización y
menos partidocracia.
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