jueves, marzo 01, 2012

Con todo respeto señor presidente, ¡cállese chachalaca!



El tema parece estar en todos los medios: el presidente Felipe Calderón afirmó frente a banqueros que la diferencia en las encuestas entre Enrique Peña y Josefina Vázquez es de sólo cuatro puntos. Esto ha desatado una serie de reacciones desde distintos frentes, entre los que se encuentran los que le reprochan hacer referencias a encuestas en tiempo de “veda” electoral (periodo intermedio entre precampañas y campañas), hasta aquéllos que han cuestionado el uso de las encuestas y el rol de las encuestadoras.

Como sucede en muchas ocasiones, la atención se ha concentrado en un tema: ¿son las encuestas un método de medición confiable? ¿tienen las encuestas algún objetivo distinto al de muestrear preferencias? ¿se utilizan las encuestas como herramientas ideológico-propagandísticas? La respuesta a estas preguntas es simplemente “si”.

La importancia de las encuestas en la vida política mexicana se ha incrementado en los últimos meses. No sólo se han utilizado para muestrear preferencias de voto sino, como sucedió en el Partido de la Revolución Democrática, para la selección de candidatos a la presidencia y al gobierno del Distrito Federal. Es decir, la “izquierda” parece confiar tanto en las encuestas que decidió utilizarlas para evitar batallas campales entre tribus. Recordemos también que el Partido Acción Nacional intentó utilizar una “consulta indicativa” para bajar de la contienda a uno de los aspirantes a la candidatura presidencial. La consulta no se llevó a cabo porque violaba el proceso de selección en curso y no porque fuese mala idea. Más allá del problema que representa el que algunos insistan –en sus definiciones simplonas de lo que es “democracia”– en que las encuestas son parte natural del proceso, también nos enfrentamos al dilema de su uso partidista, propagandista y proselitista de los resultados.

El tema relevante, el reproche a la declaración del presidente Calderón, ha resultado en el refrendo del compromiso del presidente de actuar imparcialmente y en una serie de reclamos en la Cámara de Diputados que no lleva sino a la descalificación general del trabajo de los legisladores. Obtener un compromiso explícito del presidente para no entrometerse en el proceso electoral es fundamental para intentar evitar que se repita lo que sucedió hace seis años, cuando el entonces presidente Vicente Fox se entrometió constantemente en el proceso electoral.

El 5 de septiembre del año 2006, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación publicó el dictamen con el que validaba la elección de Felipe Calderón y lo nombraba Presidente Electo. El dictamen es una joya porque (como lo expresé en su momento en un artículo publicado en el portal de Alterinfos) califica cómo válida la elección en lo general pero la descalifica en muchos de sus particulares. Uno de los particulares que el tribunal descalificó del proceso electoral fue precisamente la intervención del presidente de la república: “esta Sala Superior no pasa por alto que las declaraciones analizadas del Presidente de la República Vicente Fox Quesada, se constituyeron en un riesgo para la validez de los comicios que se califican en esta determinación que, de no haberse debilitado su posible influencia con los diversos actos y circunstancias concurrentes examinados detenidamente, podrían haber representado un elemento mayor para considerarlas determinantes para en el resultado final, de haber concurrido otras irregularidades de importancia que quedaran acreditadas.” Las intervenciones de Fox, según el tribunal, sólo pusieron en riesgo y no representaron un obstáculo para la validez de la elección.


A diferencia de la moderación y colmillo político que los priístas (en especial Manlio Fabio Beltrones detrás de Pedro J. Coldwell) mostraron al reunirse con el presidente Calderón y conseguir que se comprometiera públicamente a no intervenir, en 2006 Andrés Manuel López Obrador le exigió al presidente Fox de manera airada: “cállese chachalaca”. López Obrador, consecuentemente, pagó (y seguirá pagando) un importante costo político. Pero ¿quién paga el costo político de las (delicadas o burdas) intervenciones electoreras del presidente en turno? ¿Quién paga el costo de que un presidente ponga en “riesgo la validez de los comicios”? Evidentemente, lo pagamos los ciudadanos que seguimos esperando algo de civilidad por parte de nuestros gobernantes. Y esto seguirá sucediendo mientras no se establezca un instrumento que permita traspasar este costo al presidente y a su partido. Entender esto no requiere de una encuesta ni de la manipuladora interpretación de numeritos.   

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