El tema
parece estar en todos los medios: el presidente Felipe Calderón afirmó frente a
banqueros que la diferencia en las encuestas entre Enrique Peña y Josefina
Vázquez es de sólo cuatro puntos. Esto ha desatado una serie de reacciones
desde distintos frentes, entre los que se encuentran los que le reprochan hacer
referencias a encuestas en tiempo de “veda” electoral (periodo intermedio entre
precampañas y campañas), hasta aquéllos que han cuestionado el uso de las
encuestas y el rol de las encuestadoras.
Como
sucede en muchas ocasiones, la atención se ha concentrado en un tema: ¿son las
encuestas un método de medición confiable? ¿tienen las encuestas algún objetivo
distinto al de muestrear preferencias? ¿se utilizan las encuestas como herramientas
ideológico-propagandísticas? La respuesta a estas preguntas es simplemente
“si”.
La
importancia de las encuestas en la vida política mexicana se ha incrementado en
los últimos meses. No sólo se han utilizado para muestrear preferencias de voto
sino, como sucedió en el Partido de la Revolución Democrática, para la
selección de candidatos a la presidencia y al gobierno del Distrito Federal. Es
decir, la “izquierda” parece confiar tanto en las encuestas que decidió
utilizarlas para evitar batallas campales entre tribus. Recordemos también que
el Partido Acción Nacional intentó utilizar una “consulta indicativa” para
bajar de la contienda a uno de los aspirantes a la candidatura presidencial. La
consulta no se llevó a cabo porque violaba el proceso de selección en curso y no
porque fuese mala idea. Más allá del problema que representa el que algunos
insistan –en sus definiciones simplonas de lo que es “democracia”– en que las
encuestas son parte natural del proceso, también nos enfrentamos al dilema de
su uso partidista, propagandista y proselitista de los resultados.
El tema
relevante, el reproche a la declaración del presidente Calderón, ha resultado en
el refrendo del compromiso del presidente de actuar imparcialmente y en una
serie de reclamos en la Cámara de Diputados que no lleva sino a la
descalificación general del trabajo de los legisladores. Obtener un compromiso
explícito del presidente para no entrometerse en el proceso electoral es
fundamental para intentar evitar que se repita lo que sucedió hace seis años,
cuando el entonces presidente Vicente Fox se entrometió constantemente en el
proceso electoral.
El 5 de
septiembre del año 2006, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación publicó el dictamen con el que validaba la elección de Felipe
Calderón y lo nombraba Presidente Electo. El dictamen es una joya porque (como
lo expresé en su momento en un artículo publicado en el portal de Alterinfos) califica cómo válida la
elección en lo general pero la descalifica en muchos de sus particulares. Uno
de los particulares que el tribunal descalificó del proceso electoral fue
precisamente la intervención del presidente de la república: “esta
Sala Superior no pasa por alto que las declaraciones analizadas del Presidente
de la República Vicente Fox Quesada, se constituyeron en un riesgo para la
validez de los comicios que se califican en esta determinación que, de no
haberse debilitado su posible influencia con los diversos actos y
circunstancias concurrentes examinados detenidamente, podrían haber
representado un elemento mayor para considerarlas determinantes para en el
resultado final, de haber concurrido otras irregularidades de importancia que
quedaran acreditadas.” Las intervenciones de Fox, según el tribunal, sólo
pusieron en riesgo y no representaron un obstáculo para la validez de la elección.
A diferencia de la moderación y colmillo político que los priístas (en especial Manlio Fabio Beltrones detrás de Pedro J. Coldwell) mostraron al reunirse con el presidente Calderón y conseguir que se comprometiera públicamente a no intervenir, en 2006 Andrés Manuel López Obrador le exigió al presidente Fox de manera airada: “cállese chachalaca”. López Obrador, consecuentemente, pagó (y seguirá pagando) un importante costo político. Pero ¿quién paga el costo político de las (delicadas o burdas) intervenciones electoreras del presidente en turno? ¿Quién paga el costo de que un presidente ponga en “riesgo la validez de los comicios”? Evidentemente, lo pagamos los ciudadanos que seguimos esperando algo de civilidad por parte de nuestros gobernantes. Y esto seguirá sucediendo mientras no se establezca un instrumento que permita traspasar este costo al presidente y a su partido. Entender esto no requiere de una encuesta ni de la manipuladora interpretación de numeritos.
A diferencia de la moderación y colmillo político que los priístas (en especial Manlio Fabio Beltrones detrás de Pedro J. Coldwell) mostraron al reunirse con el presidente Calderón y conseguir que se comprometiera públicamente a no intervenir, en 2006 Andrés Manuel López Obrador le exigió al presidente Fox de manera airada: “cállese chachalaca”. López Obrador, consecuentemente, pagó (y seguirá pagando) un importante costo político. Pero ¿quién paga el costo político de las (delicadas o burdas) intervenciones electoreras del presidente en turno? ¿Quién paga el costo de que un presidente ponga en “riesgo la validez de los comicios”? Evidentemente, lo pagamos los ciudadanos que seguimos esperando algo de civilidad por parte de nuestros gobernantes. Y esto seguirá sucediendo mientras no se establezca un instrumento que permita traspasar este costo al presidente y a su partido. Entender esto no requiere de una encuesta ni de la manipuladora interpretación de numeritos.
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